Alicia no responde si la llamo. Cumple 150 años pero no puedo cruzar el espejo para felicitarla. La implacable realidad ha cerrado el paso al otro lado. La razón es que todo el mundo combate en este otro. La mayoría de los caminos conducen a estrechas madrigueras, a la intemperie hostil, a los abismos de los tuiters, cuyo pasado no sé absuelve, y al silencio más anónimo. No hay tiempo de perderse, de celebrar fiestas eternas a las seis de la tarde, de preguntarse si la luna, a veces, es el gato de Cheshire que nos sonríe. Tampoco existen ya caballeros, ni blancos ni rojos. La gente tiene miedo de toparse de frente con un naipe económico que pueda cortarle la cabeza. Muy pocos se arriesgan a seguir a un conejo blanco, aunque el camino a recorrer sea el mapa de una aventura. Me temo que el FMI tenga también a Alicia cautiva por el jaque de uno de sus alfiles políticos. El poder financiero no entiende de cuentos, sólo cuenta cadáveres a costa de sus beneficios. Su realidad está porcelanosa. Y nuestra imaginación triste. Apenas tiene manos que la muevan.

Dora Gálvez es una de las pocas que lo hace. Hace tiempo que se atreve con sus títeres. La crisis, que tantas veces la apretó con hambre, desaliento y oficios a destajo entre las olas, no ha podido vencerle su empeño ni su magia. Desde pequeña supo que actuar era la mejor forma de expresar sus sueños frente a lo imposible, de vivir muchas historias sin la necesidad de nadie. Con la prestidigitación de una mano en alto podía liberar el doloroso latido que unas veces soplaba y otras se detenía a la altura de su pecho. Cuando la operaron, descubrió que tenía una mariposa blanca. La misma que lleva años despertando en la mirada de los niños, escenificándole el vuelo, al ritmo de su propio vuelo, con su voz y con sus manos cada vez que interpreta en los escenarios Chocolate, La historia de un pequeño paraguas, Ofelia, Pie de gigante, Pequeño Dragón, Platero, El Principito. Y sobre todo si tirititea el mundo de la pequeña sordomuda que guarda sus pensamientos en cajas del mismo color de lo que siente, hasta que una flor, bajo una escalera en la que ambas se esconden, le descubre que un abrazo o una sonrisa son palabras silenciosas con las que poder comunicarse mejor, sin caer en las trampas del pretérito o del condicional de un verbo intransitivo. Soñar, vivir, no se pronuncian. Se hace, y se mueven.

Da igual que se trate de Valentino Ventura o de María Escondite. Dora Gálvez es la prolongación de sus criaturas. Las imagina, las escribe, las construye en poliestán o gomaespuma. Se esconde en ellas y las representa. Cuerpo a cuerpo, uno dándole vida al otro. «Nunca estoy estática. Si la luna recorre una parte del escenario yo lo hago con ella. Antes de despertar a Platero que duerme en el suelo, y de coger su cruceta para manejarlo, le acaricio la panza y el entrecejo. Siempre tengo un contacto emocional con ellos. Me gusta que los niños vean la relación entre el títere y el titiritero». Tiene gran capacidad para desdoblarse en un muñeco, mimetizarse con el mundo que representa y comunicar un relato fantástico, y dispone de varios registros para darle vida a sus voces. Su trabajo está muy cercano al que se ejecuta con los instrumentos musicales. El lenguaje de los títeres vibra y proyecta movimientos de su vida. En su teatralidad, frente a cualquier edad del espectador, deben transmitir el encuentro entre lo real y lo fantástico, la vida y la muerte expresadas por un ingenio técnico que vivifica la energía humana del actor que lo manipula. Es importante que el títere sienta lo que interpreta, que el niño y el adulto se dejen llevar por el hechizo de lo que están viendo. «Y si en el texto, como sucede en Platero, hay una mariposa blanca, mi trabajo es que el espectador vea esa mariposa blanca».

Dora Gálvez no deja de mover las manos cuando habla. Las coloca a un lado del aire, entre la cabeza y el hombro. Otras veces las maneja desde abajo, como si metiese la mano en un guante que mueve un muñeco y en ocasiones da la sensación de que lo hace con unos marotes. Uno siente que las palabras emocionadas de su trabajo son títeres, que no bajan la cabeza, en el ánima de sus manos. Largas, escénicas, delicadas. Igual que la escurridiza sombra de la imaginación. Las ha curtido también en el teatro dramático, en la comedia, en la publicidad (donde transmite oficio, belleza y talla), y en otros campos de combate donde libran sus sueños los actores. Los apoyos económicos de ayuntamientos y colegios son escasos. Unas veces la crisis y otras la inexistencia de políticas culturales cierran puertas al teatro de títeres. Aunque su arte requiera un presupuesto más económico y a pesar de ser una herramienta eficaz para educar en valores, como hace ella con sus historias en algunos centros educativos, o para tratar -como pretende con su nuevo proyecto- a niños con síndrome down o deficiencias de lenguaje. Antes tendrá que convencer a los padres de que los títeres son mucho más que un entretenimiento para fiestas infantiles. Ignoran, al igual que muchos políticos quién fue Richard Teschenr, el famoso maestro austríaco que introdujo en Europa la técnica de manipulación del wayang indonesiano.

Esperemos que deje de ser así y Dora Gálvez continúe creando hermosas criaturas, cubistas y deformes entre Picasso y Tim Burton, y siga creciendo con éxito plateros con lunares, sirenas burbujas, niños capaces de soñar en colores en una ciudad grisácea, un pequeño Cervantes y una niña Carroll . Y que pronto se convierta en la nueva Natacha Belova. De momento llamo a Alicia de nuevo. Me gustaría que la invitase al otro lado para que ella le enseñe como se titiritea, en el aire, la imaginación en la mano de una mariposa blanca.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

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