Todas las ciudades tienen una isla en la que tatuarse en piel y en vena el amor y la literatura, cuando la juventud es el mundo y la norma. Todas las ciudades permanecen abiertas en un puerto donde desembarcan los de fuera y los de siempre, los que vuelven galanes de tiempo, fantasmas errantes de alma holandesa, quizás tal vez un corazón pirata en busca de la vocación que fue o del adiós de un beso al que darle la vuelta. Todas las ciudades tienen un par de playas tropicales a las que conduce la noche y su oleaje, en las que los años resisten al borde sí mismos, de perfil en las paredes y en la barra entre los silbidos del humo y el susurro del tiempo que nunca pasa de largo, porque le gusta disponer todas las tramas. Todas las ciudades sobreviven a su resaca de poesía y de batallas políticas con libros de autor, música en trago corto y alcohol en vaso largo, en brindis agradecido por el mapa de travesías que narran su historia.

Está llena la literatura de bares: el Davy Byrnes de Dublin donde Joyce y Leopoldo Bloom apuraban el borgoña; la White Horse Tavern de Nueva York en cuya barra hacían camino Jack Kerouac y Allen Ginsberg; el snack club del Algolquin Hotel con una mesa redonda donde el whisky vencía a todos menos a Dorothy Parker; el Heinold´s Firts &Last Chance de Oakland que veía la sombra de Jack London tambaleándose en su tormenta interior; el Harry´s Bar de la rue Daunon de París donde una bebida con cintura llamada Bloody Mary sedujo a Hemingway. Todos conocemos unos cuantos y, entre todos, existe uno al que más se recuerda con memoria abstemia. La Tertulia se llama el mío, y acaba de cumplir 37 años de tango que no son nada, si uno echa cuentas a todas las almas que entre sus paredes escribieron los primeros años de democracia; los veranos a pie de calle y lenguas en juego enamoradas; los inviernos donde la sentimentalidad de todos se hizo otra; los otoños que La Carpeta extendía en hilos y versos experimentales, desde la estantería de libros en venta y en lectura hasta el escenario de las conferencias, los recitales, el Manifiesto Canción del Sur y Morente y Carlos Cano, y Rimado de Ciudad, toda la música efervescente y sin un rincón en el que una aguja cupiese.

Sucedía la primavera de 1980, cuando las calles tomaron todas las ciudades, y en la mía, Granada, la música en directo trazaba la ruta nocturna en busca del jazz del Free y del Eshavira, también templo flamenco; del pop de La Barraca y de lo más moderno del Planta Baja. Un circuito universitario y desclasado en la manzana de Gran Capitán y Pedro Antonio de Alarcón, malecón granadino por el que se iba derramando en copas la noche iniciada en vino y cañas en las Bodegas Castañeda y en la calle Elvira, la imparable performance humana sin incompatibilidad de caracteres de crestas de colores, chupas de cuero, trencas y pana, las Teresas de Marsé, las Gimpera de diseño y las indomables del PC, cruzando fronteras de barrio, la jungla caliente y las barricadas, libres y dispuestos todos a los besos que llevarse a la boca. Y sin un local en el que ninguno sobrase abrazando la madrugada.

Faltaba en la Granada de la Poesía 70 de Juan de Loxa en la radio, subversivo en andaluz y Lorca, y del Colectivo 77 de jóvenes profesores de literatura marxista como Álvaro Salvador, una x de encuentro entre generaciones rebeldes, aquella eclosión de siglas y literatura, de cantautores y artistas que exponían figuración y ruptura en pequeñas salas como Vaguada, Aljibe, las de La Madraza donde tantos libros se presentaron de la voz de Caballero Bonald, de Juan Benet, de Gil de Biedma, con maravillas plásticas de Carmelo Sánchez Muros, de Juan Vida, de Julio Espadafor, de Julio Juste, de Pablo Sycet. Sólo faltaba en aquel zoco urbano con un incipiente Festival Internacional de Teatro, a cargo de Manolo Llanes y Margarita Caffarena, que Horacio Rébora abriese de par en par La Tertulia, como si el evento lo esperase Rafael Alberti para entrar en Granada, rompeolas de poesía y de marcha de Madrid y de Málaga, de Sevilla y Córdoba, con los amaneceres gitanos del Sacromonte y Javier Egea recitando Troppo mare en el paseo de los Tristes, a la sombra de un hotel tísico y la Alhambra insomne.

No le fue fácil en principio a Tato, seductor de exilios y proyectos pero sin plata, pero supo rodearse de amigos y de respaldo como Ernesto Pérez, aventurero encallado al que venían sus infantes a rescatar, sin saber que en el mañana de hoy serían escritores Zúñiga, también celebrando. Y como si fuese un relato boca a boca todos fuimos desembarcando con la cultura entre los dientes y el fulgor de ser felices, y al fondo Juan Carlos Rodríguez certificando que la nueva sentimentalidad invitaba al futuro a otra ronda. Nadie faltó a aquella cita que fue creciendo como Luis García Montero en sus poemas, al igual que otros artistas llenando público y elogios las exposiciones, las canciones, las lecturas, el cuerpo a cuerpo con el que los amantes calculan el deseo y su fracaso. Sin faltar la soledad orlada por el amarillo incombustible de las lámparas de La Tertulia, cuyos camareros eran libreros o fotógrafos como Santi Cogolludo en negociación perpetua por la medida exacta de la ginebra o el ron del escultor Gregorio Ruiz de Almódovar y del periodista Rafael Villegas, empatados a resistencia pero nunca en equilibrio con el imperturbable Kuni, de edad oriental desconocida, y aquel oficial de los bomberos neoyorkinos que quemaba la barra de punta a punta con champán, cada vez que le llegaba la extraordinaria de su pensión norteamericana.

Todos fuimos allí acróbatas de la literatura y de la vida, de la política de izquierdas y de la cultura como instrumento de cambio. Vivido y escrito todo con la caligrafía de la juventud que en busca de los sueños salta como los massai, alegres, valientes y bellos, igual que si no existiesen el cansancio de levantarse, el frío de la intemperie ni la depresión cegadora que a algunos los murió dentro de un poema. Eran los años de La Tertulia donde un Robinson urbano llamado Muñoz Molina trazaba a escondidas un invierno en Lisboa, mientras nacía al periodismo en los papeles jóvenes del diario de la ciudad en el que tantos aprendimos a mancharnos de tinta y de batallas, de la escritura americana y de la crítica en columna con golpes de mano. Antonio Ramos, al frente de aquella nave que apostaba por la cultura entre semana, junto con la mensual de Olvidos de Granada y de Campus. Cuántos nombres en armas: Jiménez Millán, Mariano Maresca, Pablo Alcázar, Fernández-Piña, Aurora Luque, Pilar Cuevas, Manolo Montesinos, Antonio Ramón poblando de trinos de pájaros en vértigo e hierro la Universidad, y sacando piernas de starlettes de las paredes de La Tertulia, donde también desnudaron su erotismo los dibujos de Rafael Pérez Estrada en el III Encuentro de Poetas Andaluces de Granada, enmarcados todos con Alberti blanco a la proa por La Carpeta que también fue el primer grupo de poesía experimental que colocó la humanizada palabra paz al frente de la manifestación anti-Otan; el primer fraude de la democracia y su izquierda.

Treinta y siete años, cuesta arriba y cuesta abajo, en López Mezquita, resistiendo su bohemio propietario, sin perder su amor por la literatura y el tango, por las mujeres y los amigos que van y vuelven, permanecen y existen entre la atmósfera de la casa que abandonaron para redondear el mundo, como si fuese la circunferencia de una copa, sabiendo que siempre a La Tertulia se regresa para celebrar la amistad, la literatura y a Tato.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

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