Los recuerdos de mi infancia son como aves migratorias que regresan al olor del incienso y la cera. Sobre el azul primaveral, oscuras golondrinas vuelven a un presente empeñado en diluir la juventud que se me escapa como las horas del día, que avanza sin retorno por un camino sembrado de odio y exclusión cada vez más incierto. Las cornetas y tambores me guían a un tiempo congelado en este iceberg, a un lugar donde una vez fui un niño celosamente custodiado por mis padres, alimentado de inocencia y anhelos.

El Domingo de Ramos resucita mi niñez. Un día que sólo era para nosotros. Mi padre y yo. Recorríamos las calles de una Sevilla coloreada de palmas y olivos, adornada de azahar, enorgullecida de liturgia, saeta y naranjos. Me llevaba de la mano con mi ropa recién estrenada, costeada con esfuerzo, a visitar los templos y maravillarme con los prolegómenos del espectáculo a punto de comenzar. Rozando la hora del almuerzo, me invitaba a una pavía de bacalao y un refresco junto a la Iglesia de los negritos. Comencé a hacerme hombre frente a aquel mostrador a cuya encimera apenas llegaba mi coronilla. Los dos juntos. A la misma altura. Más tarde regresábamos a casa donde mi madre ya tenía preparada mi túnica de nazareno, con los botones de terciopelo cosidos uno a uno, los zapatos limpios y la capa blanca con el escudo de mi hermandad.

Recuerdo el olor de mi aliento bajo el antifaz morado mientras caminábamos hacia la Plaza de Carmen Benítez para salir en San Roque. Al llegar a la Iglesia, mientras rezábamos delante del paso del Señor de las Penas y la Virgen de Gracia y Esperanza, yo miraba de reojo a mi padre y le veía como un dios de carne y hueso, como si fuera otra figura venerada que procesionaba el resto del año.

El futuro nos deparó un traslado a Málaga, plateada y turquesa, de arena y biznagas, de sol y acacias. El recuerdo de aquella Semana Santa comenzó a alejarse en sus aguas calmas mientras yo remaba con fuerza hacia la orilla del presente. Y en aquella primera Pasión en Málaga, mi padre continuó mostrándome la belleza, me enseñó que aquí les llaman tronos en vez de pasos, que los palios llevan arbotantes en vez de candelabros de cola, que la Macarena sigue viviendo en la Esperanza de Málaga, y Jesús, ya sea Cautivo o con Gran Poder, atrae la devoción de los desamparados.

Mi padre me enseñó a amar nuestra tradición andaluza, a vibrar con el clarín de la corneta y el redoble del tambor, a respetar el arte y las costumbres, a mezclar el olor del espeto con los naranjos, a reconocer a Jesús y a su Madre sea cual sea la Iglesia o Casa Hermandad, a identificar el mensaje que reivindica esta hermosa tradición: el amor, la tolerancia y la solidaridad. Mi padre me mostró que la Semana Santa seguía ahí, y que tan sólo habíamos navegado del Guadalquivir al Mediterráneo.

Llevo decenas de semanas santas con la cruz del tiempo a cuestas, y por más buenos deseos que se proponga esta humanidad, los itinerarios nos dirigen a una época de egoístas fronteras, de empeños interesados por dividir el espacio bajo banderas que apestan a poder y corrupción. Nos exigen una fidelidad unilateral, amparada en la manipulación y la ignorancia. Prefiero regresar al recuerdo de esa mano grande y poderosa que me asía cuando era niño y que primaba las similitudes frente a las diferencias. Yo, en realidad, es en mi padre en quien confío, mi costalero y mi hombre de trono, mi varal o trabajadera. Mi padre es mi patria.