La historia a corto plazo se escribe únicamente con la tinta de los vencedores. Pero a largo plazo, se revisa a gusto de quien empuña la pluma, La memoria, sin embargo, pertenece a los muertos y ellos no se rebelan ante los atropellos de su historia. Son los vivos quienes aprovechan sus cenizas para airear ambiciones propias.

Llevo varias semanas contemplando el espectáculo que ha generado la iniciativa de trasladar los restos del dictador Francisco Franco del monumento a los caídos en la Guerra Civil. De nuevo los odios, los recelos y las injurias que generaron aquel lamentable episodio de nuestra historia se baten sobre las lápidas frías de ese infausto cementerio. Por un lado están aquellos que pretenden borrar la derrota de los libros de historia, por el otro, nostálgicos de una dictadura que aun no han asumido sus devastadores efectos.

El pasado año realicé un interesante viaje a Nuremberg, cuna del Nazismo. Me asombró contemplar el mastodóntico palacio de congresos que había planificado el partido nazi con el fin de celebrar allí sus multitudinarios y propagandísticos congresos que servían para afianzar su dominio sobre el pueblo y la razón. No llegó a concluirse, pues el mundo logró detener la barbarie de sus promotores mucho antes de su finalización. Hoy es un coliseo medio en ruinas que ocupa un inmenso solar a las afueras de la ciudad. Desde el final de la guerra, todos los gobiernos alemanes de la República Federal y de la Alemania unificada se han planteado en numerosas ocasiones qué hacer con ese edificio. Muchos quisieron derribarlo pues consideraban que era un insulto a los judíos, otros discrepaban porque había costado demasiado dinero y esfuerzo como para eliminarlo, una empresa llegó a proponer un centro comercial, pero otros se negaron por la simbología que representaba tamaño despropósito. Ha estado abandonado durante décadas. Ningún gobernante decidía qué hacer con él. Finalmente alguien utilizó la lógica y se decidió que aquel edificio debía albergar un museo que contase a las generaciones lo que ocurrió. Un centro de documentación e interpretación del nazismo: sus causas, horrores y consecuencias. La propia ruina del edificio convierte en una acertada metáfora su uso. Visitarlo es toda una experiencia para aquellos que tuvimos la fortuna de no vivir el horror, pero constituye un sólido argumento para desear que no se vuelva a repetir.

A mí, sinceramente, me da igual donde reposen los huesos de Franco. Ya no pueden hacerme daño. Me preocupan más los vivos y, sobre todo, me preocupa más ser protagonista de una guerra que mató a mis dos abuelos (el del bando nacional y el del republicano). Para que no sean mis palabras, utilizaré las de un insigne testigo, el periodista Chaves Nogales. «Es vano el intento de señalar los focos del contagio de la vieja fiebre cainita en este o aquel sector social, en esta o aquella zona de la vida española. Ni blancos ni rojos tienen nada que reprocharse. Idiotas y asesinos se han producido y actuado con idéntica profusión e intensidad en los dos bandos que se partieran España».

El valle de los caídos debería ser un centro de interpretación de nuestros errores. Lugar de descanso para los muertos de ambos bandos. Enterrar allí las miserias de la guerra, los miedos superados, la ira anacrónica. Dejen de plantearse trasladar restos de fantasmas y busquen la manera de resolver el problema de los vivos que se ahogan en nuestras costas tratando de buscar un futuro para no regresar al pasado.