Enero es un mes inesperado. A todos nos alcanza desprevenidos, excepto a los grandes almacenes. Con la fugacidad de unos fuegos de artificio se nos apaga diciembre. Ese último mes que hemos aprovechado para cerrar balances, planificar los presupuestos, organizar las cenas de Navidad, las compras de regalos, la decoración de la casa, el belén, el árbol o lo que el soberano empeño de cada cual quiera colocar en su laica casa. Nos pasamos los días haciendo planes para viajar o abrigarse bajo la camilla, repasando el menú de nochebuena, preparando el cotillón de nochevieja o construyendo deseos sobre carrozas de magia real. Y de repente, como si enero nunca fuese detrás de diciembre, nos sorprende un mes desapacible, con frío de alambres, frente a un contenedor de basura que vomita restos de envoltorios, cartones de muñecas, coches teledirigidos, y hasta alguna tableta de turrón caducada.

Enero se viste con el frac de un cobrador de impuestos. Su calendario nos endosa las facturas de la juerga de diciembre. Los días, alargados y recios como huesos de esqueleto, se desnudan de luces y adornos para vestirse de nuevo con aquellas ropas desgastadas que dejamos colgadas en el galán del «mañana Dios proveerá». Se alargan las semanas mientras los cargos de las tarjetas de crédito acuden puntuales a su compromiso con nuestra cuenta corriente, quien apenas, entre cita y cita, tiene tiempo de peinarse un poco los euros.

Enero, sin embargo, también sabe resetear el pasado. Poner a cero el contador de los propósitos. Es una hoguera de hielo donde quemamos la desidia y la apatía, el conformismo y la resignación. Un cuaderno a rayas a punto de estrenar. Con hojas con margen, bien guillotinadas y encuadernadas, con portadas de picos uniformes, con sueños por rellenar. Comenzar a escribir en sus días resulta casi irreverente, y es un placer palpar los bordes, impregnarse del olor a nuevo, imaginar que el nuevo año contiene todo aquello que nos faltó en el anterior.

Enero es mes para redimir mantecados y polvorones, cochinillos y chuletones. Para sudar excesos, limpiar defectos. Para enmendarse, corregir, rectificar. Mes de flexiones y abdominales, spinning, fitness, yoga o pilates. Mes para iniciarse en el inglés o el francés, la carpintería o la fontanería. Mes para estrenar un diario, para construir la maqueta de aquel barco que siempre llegará a buen puerto, para suscribirse a una colección de fascículos acerca de cómo alargar el tiempo que nos falta, para abrir las páginas de ese libro que firmó tu escritor favorito hace ya algunos olvidos.

Enero es el mes de lo próximo, de los preparativos del carnaval, de la cuenta atrás para la cuaresma. Es el mes de la ilusión por ilusionarse. De pasar página y apostar fuerte. De retomar la carrera por alcanzar aquel tranvía de Tennessee Williams, lanzados a conquistar los versos de Whitman, «Todo el pasado lo dejamos atrás / surgimos a un mundo más nuevo y más fuerte/¡Pioneros! ¡Ah, pioneros!»

Enero se extiende todos los años ante mí como una gran meseta antártica, blanca y desierta, sin senderos pisados ni abismos. Una planicie virgen que esconde el emocionante futuro que nos espera. Todo lo bueno que sucederá.

A modo de visera, me ajusto el teclado bajo mis dedos. Nuestro éxito está aún por escribir y nadie lo leerá si no somos capaces de escribirlo. Intuyo las huellas tras mis pasos, pero miro únicamente hacia adelante. Enero, en su estómago de cristal, guarda todos los comienzos del mundo.