Escribo estas líneas mientras leo una realidad que se va haciendo cada vez más extraña. Los datos de cuántas personas mueren se hacen confusos, las fotografías de los féretros alineados como mandan los cánones estéticos de las grandes catástrofes provocan miedo, mucho miedo y la pena de saber que en uno de esos ya hay alguien tuyo se junta con la rabia de que se pudiera haber hecho y no hicieron. Tinta en agua y triles con los números de quienes se han ido, llevándolos al capítulo de los irremediables, los que nadie sabe por qué murieron.

Nos hemos quedado a ciegas, con el pellizco cogido, con el estornudo que no acaba, en un final aún más abrupto que este final tan abrupto que han tenido quienes tanto echamos de menos. Sin escuchar esas risas de fotos en reuniones familiares, sin reírnos nosotros de tanto bueno vivido. Sin despedida, sin un adiós que nos dé el portazo de realidad nos extraña que no esté ahí.

Pero hoy, precisamente hoy, en el día que para muchos es el más triste del año, diré que lo que más duele es haber perdido el derecho al duelo y, en ese duelo hurtado, el derecho de quien falta a ser velado con recuerdos amables y risas.

Sí, con risas. Porque si no hay risas, no es un duelo como aquí lo entendemos, en el zigzag de la carcajada y el llanto, de las anécdotas de los familiares y los amigos. No ha sonado el «¿Tú te acuerdas de cuando€?» y la naturalidad de que el tránsito de la vida a la muerte también es vida, que el recuerdo es revivir a quien falta y que ojalá todas las lágrimas que por mí se derramen lo sean de risa. Me dejarían en la misma gloria..