El laberinto es una línea recta y la vida, la vida una trinchera infinita, "un niño olvidado en la memoria", que decía Alcántara. En estos días de Semana Santa sin procesiones, desánimo, paciencia y solidaridad, en este domingo eterno, tiempo de pausa, geómetros y cuñados, días de luto, sobre todo, recuerdo a nuestros mayores.

Mayores confinados en residencias, residencias convertidas en trampas infernales, muriendo solos, olvidados por un sistema, que somos nosotros, o aislados en sus habitaciones, también solos, injustamente postergados sobre un tiempo vacío de descuento. Se merecen algo más. Esta columna, que pretende ser un homenaje, no es apenas nada.

Ellos, una generación molida a palos por la Guerra Civil que, como decía Gloria Fuertes, fue "la más incivil". La generación de los fusiles y los ruiseñores. La misma generación confinada de posguerra, vendiendo mondas de patatas en la esquina y hambre. Aquella España que es la nuestra.

Una generación que tuvo que soportar cuarenta años de dictadura, en blanco y negro, en silencio, triste, y mucho trabajo en el tajo y migración y zurcidos y frente al puchero claro, poco o nada, y el NO-DO, y más trabajo, y cuando se pudo: un domingo a la semana para bajar a la playa con la sandía y los críos. Ellos, que como cantaba Morente, "rieron como nosotros, se amaron antes que nosotros". Esta no es una manera de decir adiós.

Y luego, tras todo aquello, que fue mucho, demasiado, una luz tenue, la democracia, y cuando todo parecía encarrilarse y viajaban con el Imserso a Canarias, la crisis de 2008, y entonces la misma generación, ya pensionada, tuvo que echar mano de sus ahorros y sus jubilaciones para salvarnos y cuidar de nuestros hijos, os acordáis, y seguir manteniendo a pulso a un país herido de suerte.

Pues bien, esta generación que es la que muere ahora, a solas, sin adioses, sabiendo que el laberinto es una línea y la vida una trinchera, a esta generación molida a palos y zurcida, digo, aún le quedan gestos, manos y belleza, y una última lección que dar: la vida es corta o demasiado corta.

Una pareja que lleva más de medio siglo casada ingresó, al mismo tiempo, en un hospital murciano con síntomas del Covid-19. Se llaman Antonio y Antonia. Se miran como si llevaran pocas semanas enamorados. Cuidan el uno del otro. El día que llegaron al hospital pidieron que les juntaran las camas para poder darse la mano. Siguen unidos en la enfermedad y yo celebro la vida al ver la foto.

A Pablo Míguez, un chavea de 12 años, no solo se le ha roto su rutina de visitar tres veces a la semana a su abuelo con demencia en una residencia, también se le ha roto el corazón al no poder compartir esos momentos tan únicos con el "yayo". Su madre le ha animado a escribirle una carta que ha titulado: "Abuelo, me alejan de ti y estoy enfadado".

Mateo y Faustina son una pareja que han vencido juntos al coronavirus y que podrán contarlo como otra "batallita", mientras en casa alguien dice, "ya está el abuelo, otra vez". Tienen 73 años, fueron ingresados con neumonía por el virus, vieron morir a su compañero de habitación. Ya han vuelto a casa y lo festejan brindando con gaseosa.

Hablo con Antera Palacios. Charlamos sobre cosas mundanas y rutinas alteradas. Me recuerda a mi madre. Le pregunto por el coronavirus y pone cara de "qué tontuna". Me dice que se queda en casa y que sus hijos le hacen la compra. Que nos ve en la tele. Luego se relaja, y dice esas frases trenzadas que con los años suenan maravillosas. Frases del tipo: "se está muriendo gente que nunca se había muerto", "que me lleven a mi primero", o "si Dios existe, no tiene perdón de Dios", y al terminar, como una confesión, casi en un susurro, me suelta: "lo que no quiero es morir sola".

Son tantos y les debemos tanto. Pienso en mi madre, en mis tías, en mis queridos mayores de la radio, en los abuelos a la puerta del cole, los de los parques..., abuelos en cuarentena que no pueden ver a sus nietos. Ancianos que no quieren morir solos y ancianos que mueren sin la posibilidad de despedirse. Pienso en lo injusto de convertir a un ser humano en un dato y en que, cuanto más evidentes vemos los datos, más borrosas vemos a las personas.

Un laberinto que es una línea recta y la vida como una trinchera infinita. Esta no es una manera de decir adiós. Nuestros mayores. Padres, madres, abuelos... Les debemos algo más. Al menos, la memoria y el aplauso sincero en los balcones o un silencio atronador que se cuele en todas las residencias y en los cuartitos de estar. Que sepan que les debemos la vida y la obra, y tantas llamadas, y tantas atenciones y besos, y lo que somos. Les debemos un luto nacional, por favor, que alguien lo grite desde los escaños. Insisto, la memoria. O, siquiera, aquel verso de Mario Benedetti cuando escribió: "no te rindas, por favor no cedas/ porque no estás solo, porque yo te quiero".