Por entonces, cuando empezábamos en esto del periodismo y casi de la vida, Guillermo López Vera ya era una leyenda, como Luiso, como Manolo, del periodismo canalla y peleón.

A los jóvenes nos contaba que estaba de corresponsal de Europa Press en Londres cuando un camión de veinte toneladas, libra arriba, libra abajo, le pasó por encima dejándolo ya para siempre, después de más de veinte operaciones, con bastón y una suculenta pensión que, sin embargo, no le alcanzaba para el total de las adicciones.

Trabajó en varios periódicos, en algunos coincidimos. En las ruedas de prensa la liaba porque nunca tuvo freno en nada, ni en preguntar ni en responder. Yo estaba en aquella, mítica, que se cuenta en las reuniones de periodistas veteranos, en la que tras una larga parrafada de un político fardón, desde la lucidez de una descomunal borrachera le espetó: "¿pero usted se cree lo que está diciendo?".

Se casó, que yo sepa, tres veces, y las tres las consumió, como consumió la vida. Le gustaban los trajes y las mujeres. Cuando tenía, era rumboso hasta el derroche. Cuando no tenía, que era más a menudo, buscaba donde fuese para acallar los fantasmas.

Anduvo muchos años por el centro de Málaga cuando ya su enganche a la heroína le convirtió en un profesional del sable, en un Pedro Luis de Gálvez con bastón que recorría los senderos de los amigos para, con la elegancia última de quien pide sin pedir, sacar adelante el día.

Hacía mucho que no se le veía. De vez en cuando nos preguntábamos por él y nadie daba norte. Anoche supimos de su muerte. No hay muchos detalles, quizás sean innecesarios. Las leyendas son mejores, siempre, si no se dan muchos detalles.