En la biblioteca de mi abuelo materno, nos inspiraban un gran respeto aquellos volúmenes dedicados a las bellezas y las magias de una Europa que ya no existe. No solo por su prestancia y por la sobria y elegante encuadernación que lucían, muy española. Albergaban unos grabados maravillosos, dedicados con sabiduría y amor a los rincones más recónditos de aquella Europa del siglo XIX. Libros así tienen siempre la capacidad de alterar el ritmo de la respiración de un buen bibliófilo. Y aún más cuando éste es un pre-adolescente, nadando contra la corriente en aquellos tiempos duros, enquistados en los inicios de los cuarenta, con demasiadas guerras, todavía calentitas. Fueron publicados en 1882 por Montaner y Simón, ilustres editores de Barcelona. En el capítulo dedicado al Oberland Bernés ya se describían los contrastes entre los refinados hoteles del Interlaken de la época y las rústicas casas campesinas de la vecina Aarmuhle. Extraigo del texto estas líneas: «El olor del pino quemado, tan característico de Suiza, como el del carbón en las minas de Gales, contrasta con el dulce perfume de las flores de los jardines de Interlaken».

Quizás sin aquellos libros nunca hubiera imaginado a los hoteles como la otra cara de un espejo en el que un mundo imperfecto intentaba ser amable y perfecto. Después supe que dos de aquellos centenarios hoteles -descritos entonces como las joyas del Höheweg- se convertirían con el tiempo en el Victoria-Jungfrau actual. Muchos años después, unos colegas suizos nos dejaron allí una tarde. A mí y a mi modesto equipaje. Fue como el encuentro con un viejo amigo. Aquel hotel no era ni demasiado lujoso ni intentaba intimidar a nadie. Pero sus legendarias esencias hoteleras eran muy persuasivas, además de poderosas. Y además tenían un formidable aliado: las montañas vecinas y sus glaciares, en uno de los paisajes alpinos más bellos de Europa.

Cuando Lord Byron se detuvo en aquel lugar en 1816 sólo encontró una modesta posada, fundada en 1491. Un año antes del Descubrimiento de América. Interlaken quiere decir entre lagos. En efecto, se encuentra esta localidad en el Bödeli, entre el lago Thun y el Brienz. Recogían antiguas crónicas la existencia en aquellos parajes de un antiguo monasterio de la orden de San Agustín. En 1856 un joven hostelero, Eduard Ruchti, adquirió la Pensión Victoria, la antigua casa del médico local. Ocho años después Herr Ruchti encargó a dos ilustres arquitectos suizos, Friedrich Studer y Horace Edouard Davinet, el proyecto del nuevo Hotel Victoria. Fue inaugurado con la debida solemnidad en 1865. Después se le añadió el hotel colindante, el Jungfrau, también diseñado por Davinet.

Está situado el Victoria-Jungfrau entre dos deslumbrantes lagos alpinos, con el marco del 'massif' del Jungfrau cerrando el horizonte. Un día me enteré de que allí se hospedó Mark Twain. En el verano de 1878 el escritor eligió de los dos hoteles al Jungfrau, ya que todavía ambos funcionaban separadamente. Admiraba Mark Twain el trabajo de las jóvenes camareras que servían la cena, «vestidas con el bonito y favorecedor vestido de las campesinas suizas». Después de cenar, tanto él como otro ilustre huésped, Dom Pedro II, emperador del Brasil, solían aprovechar las últimas luces del día para contemplar desde la terraza aquel panorama de lagos, bosques y prados de un verde esmeralda. Coronados por los glaciares, que recogían los últimos rayos del sol en las cimas de aquellas montañas.

En un grabado de mis viejos volúmenes se puede ver el elegante templo protestante de Interlaken. La Iglesia Anglicana lo tutelaba para los fieles llegados al Oberland Bernés desde las lejanas Islas Británicas. Fueron ellos unos de los primeros y muy civilizados turistas de la historia. Amaron apasionadamente a aquel lugar de contrastes. Los que nos recordaba el texto de mis libros: «El dandi parisiense, con cuello a la inglesa y la elegante dama que todo lo debe al arte y nada a la naturaleza, se codean con paseantes que calzan gruesos zapatos y visten casacas de paño burdo». Era un mundo milagroso. No en vano a Bertolt Brecht el vivir en un hotel siempre le permitía «concebir la vida como una novela».