EL CONTRAPUNTO

Aquel intérprete que nunca pactó con la náusea

El intérprete apenas tardó unos pocos minutos en desmontar la falsa amnesia del antiguo lugarteniente de Hitler

El Palacio de Justicia de Núremberg

El Palacio de Justicia de Núremberg / Wikipedia

Rafael de la Fuente

Rafael de la Fuente

Verano de 1945... En los campos de ruinas y escombros de lo que fuera una señorial ciudad alemana, llena de historia, en la Alemania ocupada en aquellos años por los vencedores de la Segunda Guerra Mundial, se levantaba un edificio importante. Era el Palacio de Justicia de Nuremberg. En una de sus salas, el coronel John Amen, del ejército de los Estados Unidos, responsable de la fase preparatoria de los juicios por los crímenes del nazismo, interrogaba al acusado Rudolf Hess. El antiguo lugarteniente de Adolf Hitler, el ‘Führer’ del Tercer Reich. En las fotos del interrogatorio vemos, sentado junto a la estenógrafa, a un jovencísimo intérprete militar norteamericano de 22 años: Richard Sonnenfeldt. El soldado da la impresión de ser demasiado joven para la tarea que le había encomendado el todopoderoso general William Donovan, el jefe de los Servicios de Inteligencia Militar de los Estados Unidos.

Una vez más el ojo clínico de ‘Wild Bill’ Donovan había dado en la diana. Detrás de la ingenua fachada del joven intérprete Sonnenfeldt, había un auténtico genio. Y no sólo por su maestría en el uso de sus conocimientos del alemán y del inglés. Enfrentado a Hess, el intérprete apenas tardó unos pocos minutos en desmontar la falsa amnesia y las retorcidas maniobras para evadir la verdad con las que se defendía el antiguo lugarteniente de Hitler. Era obvio que aquel intérprete tenía la capacidad y el olfato necesario para descubrir la verdad, encontrando atajos en el lento mecanismo de los interrogatorios en varios idiomas. Con el visto bueno de los sucesivos tribunales, el soldado Sonnenfeldt fue afilando sus propias técnicas, con estrategias en las que nunca estuvo ausente el código ético del buen traductor; al servicio de un instinto casi infalible para llegar a penetrar hasta el fondo de la realidad de los hechos más recónditos .

Richard Sonnenfeldt era judío. Había vivido con su familia en el norte de Alemania. En Gardelegen. Cuando tenía 15 años y con los nazis ya en el poder, sus padres decidieron enviarlo, con su hermano menor, Helmut, a una escuela en Inglaterra. La New Herlingen School, en el condado de Kent. Decisión que les salvó la vida. En 1940 Sonnenfeldt, como ciudadano alemán, fue deportado por las autoridades británicas a Australia. Consiguió ser admitido como residente en la India, entonces una colonia británica. Desde donde salta a Baltimore, en los Estados Unidos. Le conceden la nacionalidad norteamericana e inmediatamente se alista en el ejército de su nueva patria. Cuando el general Donovan lo fichó como uno de sus intérpretes estrella prestaba sus servicios en el frente como mecánico engrasador de vehículos blindados.

En abril de 1945 estuvo presente en la liberación del siniestro campo alemán de concentración de Dachau, cerca de Munich. No pudo entonces sospechar que desde julio hasta octubre de ese mismo año pasaría de siete a ocho horas diarias con algunos de los principales responsables de los monstruosos crímenes y de la pesadilla sin paliativos de los horrores del nazismo. Entre los asesinos estarían el mariscal del Reich Hermann Göring, el ministro de armamentos Albert Speer, el comandante del campo de exterminio de Auschwitz, o Julius Streicher, el editor del infame «Der Stürmer».

Sonnenfeldt, en su libro «Testigo en Nuremberg» (2006) nos relata que «mientras oíamos durante horas las descripciones de aquellos crímenes espantosos, de los que se acusaban a aquellos 21 reclusos, él recordaba aquellos montones de patéticos cadáveres apilados como basura y la sensación de ahogo por el hedor de aquel sistema de exterminio en cadena que aquellos criminales y sus cómplices habían hecho posible. En cualquier lugar, vistos dentro de una multitud, quizás hubieran sido tomados como un grupo de personas absolutamente normales».

Richard Sonnenfeldt nunca pudo odiar al pueblo alemán. Sobre todo a los que jamás se mancharon las manos de sangre inocente. Mientras se trasladaba cada día en su Jeep a través de las ruinas de Nuremberg, camino de su trabajo, veía en aquella población, tan miserable como aterrorizada y derrotada, a las otras víctimas de una ideología tan monstruosa como perversa. Ideología a la que aquellos hombres -cuyas palabras él tenía la obligación profesional de traducir- habían servido con tanta eficacia como crueldad.

Richard Sonnenfeldt falleció después de una larga vida. Fue ejemplar en muchos aspectos. Y su vida la de una persona decente. Que siempre quiso buscar lo mejor en cada ser humano. Y lo encontraba. Su paso por este mundo fue modélico, venturoso y fructífero. Siempre quiso ser un hombre justo. Lo consiguió. Y por supuesto, nunca, nunca en su vida pactó ni con el horror ni con la náusea.