Abandono la soledad comprimida de la cabina de grabación después de finiquitar una ranchera de cosecha propia con una de las leyendas del rock patrio. Muchas veces la vida te saca esa mueca de sonrisa cómplice y hace cuestionarte cómo un estilo aparentemente tan dispar pero profundamente rockero en sus textos me ha podido unir en una pista estéreo con tan magno personaje de la música española.

Tras el visto bueno de mi gurú sónico particular, Sergio Cascales, y tras darnos un abrazo de los que se dan en las alternativas taurinas, nos dispusimos a seguir con la hoja de ruta trazada: esa noche nos trazaba un siete en el corazón; nos tocaba sudar la elástica junto a mi querido Adolfo Caimán y sus moteleros, que habían tenido la deferencia de invitarnos a colaborar en su esperada vuelta a las tablas.

Fue una magnífica noche donde se pudo palpar que el rock sigue más vivo que nunca en esta bendita ciudad, y que en tiempos de crisis el talento es el aceite que flota sobre el agua turbia de la mediocridad y las modas.

No podía faltar la celebración del evento, esta vez, por mi parte, más recatada que en otras ocasiones; mi afición a contar amaneceres me precede y como teníamos la grabación del videoclip de la susodicha copla mexicana a la mañana siguiente, aprovechando la visita de nuestro ilustre cantante carabanchelero, tiré de la última bala en la recámara de responsabilidad y volví a mi templo en óptimas condiciones y sin hacer uso indebido de las socorridas gafas de sol. Todo fue sobre ruedas, un magnífico trabajo de atrezzo nos trasladó a una cantina-santuario de la santa muerte. La familia Cordón y las chicas de Agudeza Visual, sublimes como siempre. Nosotros pusimos la pose y la impostura rockera, y el último plano selló una amistad con mi gran héroe del foro.

Esta aventura podría haber terminado aquí, pero claro, el destino muchas veces juega a tu favor las manidas cartas marcadas de la suerte, y casi a pie de Ave, se me propuso una oferta que no podía rechazar: ir a tocar a Madrid, pero no un concierto cualquiera, sino en plena festividad de San Isidro, sobre la piedra negra de la Meca rockera capitalina, Carabanchel, delante de más de tres mil chulapos con melena.

No podía dejar pasar esa oportunidad de tocar con él, con músicos de Loquillo, Sabina, Antonio Vega y, por supuesto, con mi hermano Adolfo Caimán, que también fue invitado a tan ilusionante evento. Así que dos días después estaba en la capital, bautizándome en el barrio más castizo del rock español, con mi guitarra en ristre y cantando junto al hilo conductor de esta semana tan movida, Fernando Martín, hermanísimo del gran Guille, tristemente fallecido y el cual tiene un lugar de honor en mi altar de deidades paganas zurdas con Desperados.

Nosotros, Adolfo y yo, dos malaguitas sueltos por Madrid, después de un concierto que nos dejó en otra dimensión, nos disponíamos a bajar hasta Atocha, donde nos hospedábamos en un motel digno de una película de David Lynch, eufóricos y cansados por el trajín de todos estos días y ya concienciados de la vuelta a la city malacitana fuimos a dar de bruces contra un bar de taxistas para hacernos con dos cervezas que pondrían la guinda final al día.

Sentados, servidos y en silencio, hacía memoría de toda la semana y me sentía un tipo afortunado, tanto trabajo y tanta fe en algo tan subjetivo como es el hilvanar versos y acordes, de vez en cuando te da estos momentos de absoluta gloria personal.

En pleno momento de introspección recordé que tenía en el móvil un mensaje que recibí justo antes de salir al ruedo, y que dejé para más tarde, el cual decía si estaba interesado en escribir un artículo semanal en este periódico. Muchas veces la vida te saca esa mueca de sonrisa cómplice.