El verdadero tesoro de la luz es la penumbra, la suave e indeterminada región de la duda, el azar y el sudor (y otros materiales nobles). En la penumbra habitan las tormentas que nos impulsan. Cada día acerca la derrota, sin embargo, el tiempo elástico, la inminencia de lo que no acaba de suceder, convierte cada paso en baile, cada trueno en promesa o amenaza, cada movimiento en una danza infinita, materia maleable que parte desde los mismos sitios que el silencio. El títere sueña, y aquí está el principio. Juega con las palabras, las confunde con la sangre, con el vino. Las desnuda y las acaricia con manos de más de un millón de dedos cósmicos, especializados en lidiar con todas las modalidades de la sed. Atención: el títere del que hablo crea sus propios hilos, se deja mecer por mareas imaginadas tan solo por él; es a la vez pájaro y cielo, nube, lluvia, charco, paraguas. Cuanta mayor es la certeza que se pretende hallar en él, mayor es la velocidad del suelo bajo sus pies. Farolas de luz naranja en las descomunales travesías de sus callejones. La insumisa electricidad de andar un camino recién inventado.