Invertir es el milagro de nuestro tiempo. De la inversión y del azar depende nuestra momentánea salvación, nuestra razón de existir. Si para Wallace Stevens, Dios y la imaginación son uno, entonces la inversión sería el padre de Dios, y su madre -lógicamente- el azar. En tres renglones ya hemos solucionado tres mil años de dudas históricas, o más, y sin caer en ningún laberinto capcioso. Nuestro cuerpo es una perfecta combustión de inversión, azar y libido, y el resultado ya no compete a este espacio. Se queda corto el artista brasileño Ernesto Neto cuando dice que la libido es la única que conoce la verdad, posiblemente sea así, pero difícilmente aguantará mucho tiempo sola. Ojo: inversión no es transacción, ni especulación, ni nada que tenga que ver con tiburones y embarcaderos; tampoco tiene que ver estrictamente con la extirpación romántica del mundo sensitivo, como apunta la tesis de la socióloga marroquí, Eva Illouz. La inversión destruye la estúpida máxima de vivir hacia adelante; corta por lo sano cuando resuena eso de lo-que-está-hecho-no-puede-deshacerse; tritura esa cacareada sentencia, muy propia de Coelho o Bucay, sobre la inviabilidad de vivir sin ilusión. Qué lastre.

Gracias a la inversión existieron desde la Revolución Francesa hasta Anne Sexton, pasando por Dalí, Carmina Ordoñez, Marianne Faithfull o Pedro Almodovar. En este país se cambia tan despacio de opinión que se ha impuesto la orfandad de significado, y así, en ese vacío estético se levantó Marina D´Or, las misas de las ocho, las fiestas patronales basadas en tomatazos o toros con bengalas en los cuernos. Esa es nuestra tradición. Y Gilbraltar español, claro. No se puede ser más cutre, oiga. Si Nikos Dimou viviera hoy no hubiera escrito La desgracia de ser griego. Lástima no haberle alquilado un piso en La Línea de la Concepción, o en la calle Mayor de Madrid, donde la señora alcaldesa que nunca ganó unas elecciones lucha por las olimpiadas para camuflar, a base de tríceps y ruletas, una ciudad resquebrajada; que traigan a la paleta y atleta homófoba y le pongan una placa en Sol.

La inversión impide la esclavitud del lugar común, el bienestar de la muchedumbre: ser pisoteado todo un año para pasar una semana como colonizadores en la Rivera Maya. A cuerpo de Rey, y a cuerpo de yerno. Todo incluido. Seguir ese despotismo es, en palabras del filósofo Stuart Mill, «no tener otra necesidad que la facultad de imitación de los simios». Simios que hoy sacan pecho y a veces tienen hasta amarres.

La vida es una inversión de muerte. Mark C. Taylor desarrolla en su precioso trabajo, Reflexiones sobre morir y vivir (Editorial Siruela), la garantía de la inversión: la vida se vive hacia adelante y se comprende hacia atrás. El inmovilismo llega a ser una imposición de la lucidez, su reivindicación inconsciente; porque, como él apunta, el lugar importa, y lo que pensamos queda más marcado por dónde lo pensamos que por cómo lo pensamos. Las mentes más móviles viven arraigadas, aunque en ese arraigo no hallen precisamente sosiego. Kierkegaard, Kant o Emily Dickinson son ejemplos notables: el primero sólo salió una vez de Dinamarca; el segundo nunca salió de su ciudad; la última apenas llego a salir de su casa.

Todo esto no son más que añadimos, cosas que sin talento no tendrán significado alguno: invertir no es es sinónimo de insistir. El pisoteado estado de bienestar fue viciado por nuestra sociedad de éxito y consumo, por una generación consentida que escondió la autocrítica bajo los jerséis Lacoste o los bombachos marca Bagdad. Hace pocos días falleció Elmore Leonard, escritor de novelas policíacas, su primer trabajo fue rechazado por 84 editoriales (¿había tantas?), supongo que muchos, instalados en el fatal decreto de la comparación y la justificación ajena, brindarían con el café esa mañana: «a mí entonces no me va nada mal, sólo me han rechazado diecisiete. Ay, es que soy un incomprendido. Un genio. Qué café ni leches. ¡Un brandi, garçon!».

El azar es el que dirige nuestro destino, y no hay inversión, libido o insistencia que lo manipule, esto ya lo advirtió Ortega: «Porque si yo veo nuestra vida como un permanente drama es porque considero como el factor decisivo de ella algo trascendental que lo domina, zarandea y apuñala. Lo más esencial de la vida es que es constitutivamente azarosa». Pero siempre quedará el arte de manipularlo, saltarse todo el fango: «No quiero empezar nada que tenga que terminar un día», escribe Manuel Arranz en su genial novela, Pornografía. ¿Existe recompensa suficiente para 84 rechazos? Vuelvo a Ortega: la ilusión de vivir sin ilusiones. De acuerdo, eso es. Ya estamos cerca de la concordia. En el Babelia de la semana pasada, el número 1.134 de dicho suplemento, Javier Gomá Lanzón publicaba un artículo, Raptado por las musas, que empieza cuestionándose «por qué determinadas personas dedican las mejores horas del día, los mejores días del año y los mejores años de su vida a producir algo que nadie les ha pedido, sin que el éxito social, los requerimientos de la conciencia, el anhelo de fama o el enriquecimiento económico constituyan nunca la motivación principal». Las claves las tienen en el excelente artículo del filósofo, donde apunta a la visión y a la misión, sin embargo hay otro aspecto lejos de las musas y muy cerca de lo despreciable y mundano del ser que tiene que ver con la huida de nuestro trasfondo primitivo (que Schopenhauer reducía a sexo, alimentación y seguridad), y dotar nuestra existencia de más profundidad, es decir, ser seres más trascendentales: inversión, azar, inversión. Necesitamos herirnos para sobrevivir porque sobrevivir nos llevará a otro sitio, muy lejos de la recuperación; ya esos factores aquí tratados, para bien o para mal, harán el resto. No importa el viaje, ni la libertad. «Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien»...libido, inversión, azar...algo; que pase algo, algo. Y que nos deje aquí, secos.

@SimonPartal