En 1905, con motivo del III centenario de nuestra obra más universal, Don Quijote de la Mancha, el director del diario El Imparcial y padre de nuestro filósofo más influyente, José Ortega Munilla, encargó al escritor de Monóvar, Azorín, una serie de escritos y le dio instrucciones sobre el viaje que tendría que emprender por tierras manchegas. Tras sugerirle el itinerario a seguir, abrió un cajón, sacó un revólver y lo puso en manos del reportero: «No lo extrañe usted, no sabemos lo que puede pasar. Va usted a viajar solo por campos y montañas. Y ahí tiene usted ese chisme, por lo que pueda tronar». La recomendación de portar pistola en mano va más allá de la mera anécdota. Por entonces, bandoleros y maleantes ocupaban aquellos caminos de La Mancha, apartados de las grandes ciudades y las conexiones con ferrocarril, en los que Azorín viajaba solo y en carro. Argamasilla del Alba, Puertolápice, Campos de Criptana o El Toboso son algunos de los puntos quijotescos en los que Azorín trabajó sus crónicas.