­Siete años después de su último poemario, Anotaciones a la gran ópera del pequeño Alprazolam 0.5, Lucas Martín regresa con su nueva obra, Cuaderno intervenido, un desfile de poderosas imágenes oníricas que parecen buscar a Dios con música de Wagner en un viaje por su mitología personal.

Su cuaderno está intervenido. ¿Podemos conocer el nombre del interventor?

Depende de la ambición y las ganas con las que se tome la pregunta. Conocer es reconocer el nombre, la prosa catastral, el registro y eso es bastante conflictivo; primero por lo poco que dice, en general, del hombre pero también por la tradición bíblica, siempre áspera e, incluso, enfurecida con estas cosas de los nombres de Dios. Con esto no quiero decir, sólo faltaría, que los dioses estén detrás de este libro; es más se trata de un libro especulativo, bastante desamparado, si me apura, y en el que toda intervención bracea en un sentido yo no sé si trágico o lúdico de la cuarta dimensión: hablamos de intervención en la medida en que todo cuaderno es un decomiso en el tiempo, un rapto trabajado por el autor y, en este caso, con la hipótesis sentimental de fondo de la existencia de Dios.

Qué ha cambiado en el poeta de su anterior obra, Anotaciones a la gran ópera..., de 2008 con respecto al de ahora.

Todo. Siempre digo que cuando uno se obstina en el sacrificio gozoso de la escritura, cuando no se sabe salir de ahí, al final, al mismo tiempo que envejeces, se te acaban poniendo inevitablemente los huevos negros y proustianos. Y eso implica otra manera de pensar, de encarar esa relación podrida y tan llena de tangencias, que une a la vida y la literatura. Yo soy otro, soy otros, se muda de tiempo, de piel, de ingenuidad, hay variaciones en serie de la misma manera de ser terco. Y, en este caso, además, hablamos de dos proyectos muy distintos. Con Cuaderno intervenido pensé en un libro unitario, no en una colección de poemas, en una manera de abordar a nivel casero un asunto que siempre ha acompañado al hombre: la necesidad de construir a Dios, de soportar su hueco, su violenta presencia y desaparición.

Afirma, y con razón, que los ronquidos de los olivos «arrugan el paisaje» y es capaz de detectar «el suave cobrizo de la tierra al paso del Land Rover».¿Está muy presente su tierra, los campos de Jáen, en este cuaderno o hay muchas tierras en estas casi cien páginas de verso libre?

Jaén, Úbeda, está muy presente. Nunca he sido muy beligerante con el folclore y, mucho menos, cuando se acompaña de las consabidas atribuciones de fanatismo patriotero y provinciano. Pero era inevitable, porque hablo de un paisaje, el mío, y de un tiempo, lleno de símbolos, que es el de la mitología personal. De todos los mitos quizá el más elemental de todos es la idea de Dios y para llegar ahí necesitaba dialogar con el tiempo más mítológico de todos, el de la infancia, donde todo se compone de pensamiento mágico. En el libro aparecen los olivos, pero también las tijeras de mi abuelo, que era barbero, e, incluso, el Atleti. Testimonios, todos, de cuando el mundo era estable, la leche era buena y había un plan divino y rocoso hasta para que Futre nos vengara a todos con la madre de las venganzas en el Bernabeu.

Decía Ernst Jünger que los artistas mantienen un contacto con lo elemental, con lo que antiguamente eran los valores considerados sagrados. ¿Siguen teniendo los poetas este privilegio?

En la historia de la humanidad difícilmente se encontrarán conceptos tan amanerados y cursis como todo lo que envuelve a la idea de la poesía y de los poetas. Aquí seguimos en el XIX, en una manera de ser tonto y presuntuoso tan potencialmente vulgar y sin sentido como otra cualquiera. Hay que diferenciar la poesía de los poetas e, incluso, de la palabra escrita, del laboratorio. En una sinfonía de Sibelius o en mi bisabuela, en Úbeda, tomándose un quinto de cerveza mirando el atardecer después de sufrir una embolia hay más poesía que en todas las laboriosas antologías incluyentes de Cátedra. Estamos en eso, en la conjetura más allá del descreimiento, en la belleza, en la conciencia de la soledad irreparable frente al caos.

Hay también imágenes wagnerianas. ¿Forman parte de su banda sonora?

Por fin hablamos de lo que me interesa, que es Wagner, incluso más que la vida o que Dios. No sólo forma parte de la banda sonora; es que el libro está escrito en pleno colocón wagneriano, que es lo que sucede con Wagner cuando se rompe el himen de la escucha primeriza ocasional y se entra de lleno hasta convertirse en una obsesión. Cuaderno intervenido está repleto de referencias a Wagner. E, incluso, y de manera modesta, hay una influencia rítmica, musical, que para mí es esencial. Cuando escribí el libro me daba unas manos de Wagner monumentales: fines de semana al completo sin salir y sin hablar con nadie escuchando la tetralogía, leyendo y escribiendo y bebiendo latas de cerveza de Supersol. Es curioso. Quizá nunca vuelva a estar tan cerca de la felicidad.

Dios es una constante en su poemario. ¿Es de los que lo busca entre la niebla?

La niebla siempre es un lugar hermoso y propicio para estas cosas de la aventura, la duda y el amor. Por supuesto mucho más, y con todos mis respetos, que un montón de gente cantando soy el novio de la muerte con los rifles al ristre y llevando en volandas una escultura que se puede adquirir por un módico precio y en formato cenicero en una tienda de souvenir. Con este libro, si he de decantarme, me inclino por una postura muy cercana al escepticismo mágico. A la defensa precisamente de la bruma, de la búsqueda más desesperada de todas, que es la que busca aún a sabiendas de la imposibilidad de encontrar.

Sus versos, cuajados de imágenes poderosas, muchas de ellas oníricas, evocan ese caudal de sueños que es Poeta en Nueva York, ¿qué sitio ocupa el Lorca trasatlántico en sus influencias?

Vaya. Esta es una pregunta inteligente que el tiempo y la necedad política han convertido en algo muy de Canal Sur. Ojalá todos los que hablan de Lorca leyeran a Lorca.