Aunque en 1927 el cine apenas contaba con treinta años de historia, los cerebros de la Revolución bolchevique, refugiados en un complejo y muy eficiente aparato propagandístico, supieron detectar muy pronto el valor estratégico de un instrumento de comunicación de enorme utilidad política que el poder constituido manejaría con manifiesta destreza. Especialmente durante las dos décadas que siguieron a la toma del poder, en octubre de 1917, un periodo de grandes turbulencias artísticas e ideológicas en toda Europa que contribuiría a generar el necesario caldo de cultivo para que una pléyade de grandes creadores -poetas, pintores, cineastas, escenógrafos, arquitectos, dramaturgos, compositores, diseñadores y novelistas- se aglutinaran en torno al Partido Comunista, convirtiéndose así en paladines de una vanguardia cultural que marcaría su implacable rumbo al compás de los acontecimientos históricos suscitados por el incontenible avance de la Revolución.

En medio de esa gran oleada de arte, de marcado carácter vanguardista, protagonizada por algunas de las personalidades más acreditadas de la esfera intelectual del momento, brilló con luz propia, y actuando siempre a contracorriente, la carismática figura de Sergei Mijáilovich Eisenstein (Riga, Letonia 1898 / Moscú, URSS 1948), uno de los grandes precursores del arte cinematográfico que, pese a disfrutar de un sólido estatus profesional dentro del nuevo Estado y a pesar de su reconocida maestría en el manejo del lenguaje visual y de su acreditado prestigio en el ámbito internacional, se vio envuelto en más de una agitada trifulca con los censores oficiales de Sovkino, el organismo encargado de gestionar el aparato cinematográfico en la URSS, por su inquebrantable oposición a seguir ciegamente ningún tipo de consigna que condicionara su libertad de creación.

De ahí que su obra, escasa en número, aunque dotada de una potencia expresiva tan vibrante, creativa y gigantesca como las de David W. Griffith, Victor Sjöström, Thomas H. Ince, Friederich W. Murnau, Karl T. Dreyer, Abel Gance o Fritz Lang, sus más gloriosos y preclaros referentes en el plano artístico, haya quedado marcada a fuego en nuestras retinas como paradigma del mejor cine épico de todos los tiempos. Obras del calado visual de La huelga (Stacka, 1924), ¡Que viva México! (1930-31), La pradera de Bejin (Bezhin lug, 1935) o Alexander Nevski (Alexandr Nevski, 1938) así parecen señalarlo.

Entre la monumental El acorazado Potemkin (Bronenosez Potemkin, 1925), un soberbio ejercicio de sintaxis visual inspirado en uno de los sucesos más estremecedores de la historia contemporánea del país y la sorprendente y controvertida La línea general/Lo viejo y lo nuevo (Staroe i Novoe, 1927-1929), Eisenstein dirigiría, por encargo directo del mismísimo Stalin, Octubre (Oktiabr, 1927), otra pieza magistral, inspirada en el famoso libro del periodista estadounidense John Reed Diez días que conmovieron al mundo, cuyo polémico montaje final desató una auténtica catarata de invectivas desde los sectores más afines al líder supremo al ser acusado de desviacionismo, según los dictámenes oficiales de los censores del régimen, al alejarse de las rígidas directrices políticas marcadas por el Partido en el ámbito cinematográfico.

Su tendencia al formalismo, como no podría ser de otra manera tratándose de un medio de expresión muy joven y en pleno proceso de gestación en todos los órdenes, se convirtió, para los guardianes de la ortodoxia comunista, en el principal objetivo de sus airadas embestidas contra el cineasta. Ciertamente, frente a la simplicidad expresiva de El acorazado Potemkin, Octubre surge en el panorama cinematográfico envuelta en un manto de barroquismo, con intenciones más que evidentes de erigirse en la pieza icónica por antonomasia del proceso político iniciado diez años atrás tras la toma del Palacio de Invierno. Sin duda hubo en esta concepción un rastro positivo de la enorme impresión que causó al futuro cineasta, en sus primeros viajes a San Petersburgo, el descubrimiento del barroco ruso, marcando una tendencia de la que existen rastros abundantes en sus ensayos literarios y, sobre todo, en sus primeros filmes.

Eisenstein, que tuvo que interrumpir precipitadamente el rodaje de La Línea general para entregarse en cuerpo y alma a la preparación del nuevo encargo, cumplió no obstante con el compromiso contraído con Stalin: relatar en imágenes reales, es decir, con la misma frialdad expositiva de un docudrama, la Revolución rusa de 1917; los principales episodios transcurridos entre febrero y octubre de aquel año, detallando minuciosamente los hechos acaecidos en aquellas dramáticas jornadas que culminaron con la caída definitiva del Gobierno Provisional de Kerensky, y la consiguiente conquista del poder por los soviets. Con apariencia de documental, Octubre, cuya dirección, como la de El acorazado Potemkin, La Línea general y Que viva México (1930/1931), fue compartida con su estrecho colaborador y hombre de su plena confianza Gregori Alexandrov, se convirtió a la postre en un poema lírico sobre la Revolución y con el mismo aliento romántico con el que se debieron de desarrollar aquellos acontecimientos que profetizaban, urbi et orbi, el nacimiento de un mundo nuevo donde se abolirían las clases y se recuperaría la dignidad de la condición humana, expoliada durante siglos por un poder oligárquico y totalitario.

Merced a la colaboración masiva de intérpretes no profesionales, del Ejército Rojo, del Ministerio de la Marina, de millares de obreros y de la propia población de la ciudad, entonces llamada Petrogrado, con los que compuso los grandes frescos móviles de la película, Eisenstein levantó esta enaltecedora y monumental elegía de la Revolución con la aquiescencia de un mundo sumergido en una urgente y sangrienta transformación social. Cincuenta kilómetros de negativo pasaron así por las hábiles manos del equipo de montadores, utilizándose 3.080 metros para una primera versión que duraba más de dos horas, lo cual no fue óbice para que el filme quedara finalmente mutilado por los protectores del régimen al ser suprimidas, entre otras, todas las secuencias en las que aparecían los camaradas Lenin y Trotsky, quedando así reducida a un total de 2.180 metros.

Atento siempre a evocar los hechos históricos con el rigor necesario, aunque sin rehuir ciertas caídas en el sectarismo, cumpliendo así el encargo recibido, el autor de Ivan el terrible (Ivan Grosnij, 1943/1945), presentaba a Trotsky como fue en realidad, como lo que nadie hubiese osado regatearle antes de 1926: el héroe militar y popular de la revolución de octubre, el creador del Ejército Rojo, el vencedor de las tropas blancas, sin cuya derrota no hubiera prevalecido, como así fue, el régimen soviético. La enemistad entre Trotsky y Stalin, sucesor de Lenin en la todopoderosa Secretaría General del Partido Comunista, adquirió tintes de gravedad en 1925 y el impetuoso líder fue relevado fulminantemente de su cargo de Comisario de Guerra y destinado a tareas burocráticas que le mantuvieron totalmente al margen de los mandos supremos del Ejército y de los órganos ejecutivos del Partido.Héroe

Si Trotsky fue el héroe del octubre histórico, también tenía que serlo del Octubre cinematográfico, naturalmente. Pero Schvedschikov, el presidente de Sovkino, exigió del realizador de la película la desaparición de cualquier rastro del líder. Ni más ni menos. Aunque ciertas objeciones intelectuales hicieran desistir al máximo rector del cine soviético de su actitud desdeñosa frente al autor de El acorazado Potemkin, esta vez la lucha era inútil, porque no se trataba de apreciaciones meramente particulares sobre problemas estéticos, sino de poner en práctica con todas sus consecuencias un criterio que se elevaba a categoría de razón de Estado. Durante cerca de cinco meses, Eisenstein hubo de trabajar en la enojosa y humillante tarea de suprimir cuantos planos se refirieran al cometido, trascendental sin duda, que tuvo el genio castrense de la Revolución y de la Guerra Civil, a pesar de lo cual el espíritu del viejo Trotsky permanecería vivo, aunque materialmente ausente, en el fervor ardoroso que destila cada imagen de esta obra maestra de cuya permanente vigencia en el imaginario de decenas de generaciones de espectadores dan crédito los elogios que sigue generando a los 90 años de su estreno.

Cabe asimismo precisar que, pese a que llegaron a circular numerosas copias por los cines españoles durante los años de la República, la proyección de la película que conmemoraba la Revolución bolchevique una década después de su culminación, estuvo suspendida ad eternum, como cualquier producción de origen soviético, por el Régimen franquista desde el final de la Guerra, a pesar de que el mundo entero había quedado virtualmente extasiado ante las proverbiales lecciones de cine que encerraban sus impactantes imágenes. «No hay un solo filme, salvo quizá Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941), en la historia del cine tan rico en enseñanzas cinematográficas como éste», aseguraba, tras el estreno parisino de la película, el historiador Georges Sadoul. Es, sin duda, el elogio que mejor define la grandeza y complejidad de este filme, vilmente masacrado por la intolerancia y la manipulación política de un régimen que terminó traicionando sus propios principios por preservar su hegemonía a toda costa en un escenario político cada vez más confuso, violento y contradictorio.