Probablemente, todo el mundo ha soñado alguna vez con vampiros. Bram Stoker lo hizo y en 1897, en la Inglaterra victoriana, publicó Drácula. Francis Ford Coppola también y, casi un siglo después, llevó a la gran pantalla la adaptación más fiel e infiel -al tiempo- de la novela. La película, apabullante visualmente, que entremezclaba monstruosidad, romanticismo y sexo ha cumplido ya veinticinco años.

Bram Stoker [Dublín, 1847-Londres, 1912] tuvo una biografía de película: sufrió una enfermedad infantil que le mantuvo paralizado durante años, fue, durante media vida, devoto representante de un actor tras del cual arrastró a su familia y, según la leyenda urbana, murió pobre víctima de la sífilis. Escritor de relatos de terror, en mayo de 1897 publicó Drácula [Westminster, Archibald Constable and Company]. La novela tiene una estructura collage epistolar (a base de fragmentos de los diarios de los protagonistas, a veces grabados en fonógrafo o taquigráficos; recortes de prensa, telegramas, albaranes, informes médicos y otros documentos) Un dato curioso: el conde Drácula, tan omnipresente, aparece ten unas quince de las casi seiscientas páginas del relato.

Más allá de la muerte

La película llegó a las salas de cine con el ¿ambicioso? ¿discutible? título Drácula de Bram Stoker. Coppola insistió en que todos sus actores leyeran el original y el guion de James V. Hart (13 años le llevó adaptarlo) pasa por ser el más fiel al texto que se conozca. Es cierto y no lo es. Porque le acompañaba el subtítulo Love never dies (El amor nunca muere). «La idea de que el amor puede conquistar a la muerte, o algo peor que la muerte», en palabras del propio cineasta, pasa a convertirse en el leitmotiv de la versión hollywoodiense. Y, a pesar de que el film -con sus lógicas limitaciones- traspasa del papel a la pantalla la narración con exactitud arranca con un prólogo añadido que lo cambia todo: la protohistoria muestra al príncipe Vlad -la figura histórica que posiblemente inspiró a Stoker- luchando en nombre de su Iglesia y renegando de ella cuando a su regreso del frente descubre que su amada esposa Elisabeta se ha quitado la vida creyéndole muerto y ha sido excomulgada. Es entonces cuando pacta con el diablo. Es decir, el guion le da un por qué a la maldad y los actos del vampiro (descubrirá que Mina es la reencarnación de su amada) y ese por qué es el amor. A partir de ahí, la historia sigue igual pero ya nada es igual (obliga a realizar ajustes y licencias y modificar parcialmente el final). En realidad, mucho menos explícita y no correspondida, la love story sí está presente en las páginas de la novela. En uno de los pasajes, cuando el conde frena el ataque de las vampiresas sobre Jonhatan, el vampiro exclama Sí, yo también puedo amar.El sexo

Drácula by Coppola es una historia de amor, y de sexo. El vampirismo, desde una lectura psicoanalítica, simboliza las relaciones simbióticas, la unión, la vida de uno absorbida por el otro (el amor romántico) y la dualidad eros-tánatos freudiana. Pero aquí el vampiro es «sujeto deseante y objeto de deseo» [Mariel Ortolado, Universidad de Buenos Aires]. La posesión vampírica está repleta de referencias sexuales y toda su leyenda, de iconografía fálica (la estaca, los colmillos afilados penetrantes, la succión, etc). El mordisco produce dolor y placer, éxtasis y agonía: la analogía no puede ser más clara. El vampiro tiene un atractivo hipnótico (es uno de sus poderes), es viril (aunque con un punto andrógino), fusión de hombre y bestia. En la película, el clímax entre Drácula y Mina no deja de ser una escena sexual bastante explícita. Es el bautismo de sangre de la joven y su entrega al vampiro. La secuencia está repleta de simbología: Drácula raja su costado, junto al corazón, y Mina bebe la sangre que brota de él (lo que superpone en el imaginario colectivo una copulación, una madre amamantando y una felación). En posteriores reportajes y entrevistas saldría a la luz el mal rato que, al parecer, pasó Winona Ryder en esta y otras tomas. Cuando la actriz se arrojaba sobre la cama gritándose a sí misma ¡sucia! Keanu Reeves y Coppola se dedicaron a insultarla, justificándolo en la consabida y condenable búsqueda de realismo, hasta que ella estalló en llanto. El sexo recorre todo el filme; de forma más soterrada, ya estaba presente en la novela de Stoker, ¡y de qué manera! Pese a publicarse en la época victoriana (o quizá por eso: el vampiro representa el deseo reprimido). Los estudiosos han visto en sus páginas impulsos homosexuales (del conde hacia Harker, en las tendencias de Harker o en la mezcla sanguínea hombre-mujer-hombre), incesto (las vampiresas son hijas y amantes de Drácula), insinuaciones lésbicas (entre Mina y Lucy), orgías, necrofilia, zoofilia (el vamcpiro posee a Lucy en forma de lobo), etc.

El monstruo que llora

Tanto humaniza la versión de Hart-Coppola a ese vampiro -carnicero pero enamorado, tan delicado como bestial, un héroe trágico, un ángel caído, un ser condenado, redimido al fin- que llega a mostrarle ante los espectadores llorando como un niño hasta en cuatro ocasiones: la primera, cuando el anciano conde descubre en su castillo de Transilvania el retrato de Mina/Elisabeta; la segunda, cuando Mina le pregunta poéticamente por su princesa-río; la tercera cuando lee la carta en la que Mina le comunica que ha escogido viajar a Budapest a casarse con su prometido y la última, en la secuencia de su unión amoroso-sexual.

Hemoglobina

La sangre es vida, es el mantra de la novela de Stoker. El propio Francis Ford Coppola admitía en una entrevista su importancia iconográfica en la película: «La relación del hombre con Dios es sacramental: se expresa a través del símbolo de la sangre. La sangre es también símbolo de la pasión humana, la fuente de toda pasión». Coppola estrenó su cinta a principios de los noventa, cuando el Sida causaba estragos y era un tema candente y tabú. Por eso la abierta exposición de ese cóctel de sangre y fluidos, vida y muerte, amor y sexo, resultaba perturbador.

Homenajes

Hay en el filme un hermoso homenaje al cinematógrafo, lugar de la primera cita entre Mina y Drácula (la pantalla muestra La llegada de un tren a la estación de la Ciotat de hermanos Lumière). Y en la propia técnica: el cineasta renunció a las técnicas digitales y optó por antiguos trucos: espejos, exposiciones múltiples, imágenes aceleradas. Dijo que el vestuario sería el decorado y se lo encargó a la japonesa Eiko Ishioka. Supuso un Oscar y otra ruptura: el vampiro no viste de negro, sino de color arty, rojo, dorado.

El vampirismo como metáfora

Curiosamente (o no) tanto la novela como la película son obras de fin de siglo (el XIX en el primer caso, el XX en el segundo), enmarcadas en un mundo zozobrante. Una, en los tiempos del psicoanálisis y la hipnosis, con gran preocupación por la identidad (el vampiro no se refleja en los espejos). Otra, con la falta de valores propia de la posmodernidad. «El vampiro pierde su alma -dice Coppola- y eso le puede pasar a cualquiera».