A veces el mundo se vuelve nostálgico y habla de los grandes hitos de la historia como oportunidades pérdidas. Si es así, la Costa del Sol es una exaltación poética de lo que pudo ser y todavía no. Un cuarto de sus fábulas, de su incontenible peregrinar de celebridades y aventuras, bastaría para granjearse la visita de millones de curiosos y una flota diaria de japoneses. Pero aquí la pauta es otra, menos melódica y más abrupta. Se prefiere dejar los grandes momentos para el recuento del sabio frente a la hoguera, colocar el Miró en el baño, reservar los tesoros para los cazadores de sueños y de mitos. En Málaga, la cultura avanza, se estiliza, pero con soberano desdén a las posibilidades vivas. Se buscan a las baronesas y se deja de lado a las ideas de los Baroja, a rincones fastuosos, casi vírgenes. Es el caso del Museo Ralli, en Marbella, un lujoso complejo de diez salas con originales de Dalí, Miró, Braque, Chagall, De Chirico. Casi nada. Unos chavales, unos desconocidos.

Fundación y silencio

Estas cosas tienen la marca de la Costa. Un buen día aparece un filántropo de origen judío, Harry Recanati, y decide instalar en una urbanización lujosa su portentosa colección, significada como la más importante a nivel europeo en pintura latinoamericana. El gesto podría interpretarse como un dislate, una bravuconada de multimillonario, el enésimo canto de sirena para la provincia. Nada de eso. El tipo sabía que lo se hacía. El de Marbella completaba su ramillete de museos, repartidos en otros cuatro puntos del mundo: Uruguay, Chile, Israel e Italia. De eso hace ya diez años y aquí no se dice ni pío.

Libertad y filantropía

Puede que la falta de popularidad del Museo Ralli se deba a la política de su fundador, que pone en práctica ideas que rememoran la época de los mecenas exquisitos. Su fundación tiene normas de prócer sueco: no acepta subvenciones, ni públicas ni privadas. Tampoco propuestas lucrativas. Lo suyo es el arte por el arte, al menos, en principio. El museo no cobra entrada y el espectador tiene todas las prerrogativas para enfrentarse con libertad al diálogo con el artista: puede tomar fotos, hacerse una composición en vídeo y pasearse entre hitos del surrealismo sin que nadie le perturbe. Ni siquiera las películas didácticas o los paneles informativos. Sólo falta fumarse un cigarrillo.

Fenómeno inusual

El repertorio casi da miedo. Junto a los nombres de autores poco conocidos en España, relucen litografías, aguafuertes y serigrafías de Georges Braque o Derain. Su situación es casi de circo. Uno puede darse un baño en una piscina exclusiva, siempre que se cuente con la habilidad de engañar a un millonario, y secarse los pies frente de una escultura de André Masson. Parece una isla artificial de Dubai, pero ocurre aquí mismo, a apenas unos kilómetros de La Rosaleda, de las obras que se eternizan, de las estatuas hagiográficas que revalorizan a joyeros y ex presidentes de fútbol.

Tesoro escondido

Poco se sabe del interés de la familia Recanati en Marbella. Aquí el misterio siempre tiene cabida, aunque, en este caso, valen las inferencias. Sus museos eligen localidades turísticas. Puede que la fama de la Costa decantase la elección, aunque también se alza la hipótesis de otros atributos, quizá complementarios. El potencial humano, la presencia de personas de todo tipo de latitudes. Aunque los de Málaga anden en otra cosa. Más pendientes de la aristocracia nacional y su patrimonio envuelto en sainetes televisivos.

Las reservas pictóricas del conglomerado Ralli no se agotan en Marbella y admiten la posibilidad de la marcha itinerante. Cuadros no le faltan. Ni nombres: Botero, Maillot, Beck. Su objetivo, dicen, es promocionar a artistas latinoamericanos de calidad contrastada. Otro paraíso en la Costa, otro capítulo extraño, luminoso, otro cráter encendido.