Las cámaras y el rumor de platos contra el suelo. El desdén de las musas, los gritos, los caprichos de camerino, las colillas con restos de carmín, de estrella. La grandeza de Hollywood y el cadáver de Hollywood desplegados sobre la arena. La Costa del Sol tuvo su superproducción y su fracaso, su caravana de vicios y de talento. Ocurrió en el verano de 1971, hace justamente cuarenta años. Los mejores nombres y los caprichos más caros, un trozo del espectáculo del cine con toda su mentira y su bajeza, pero también las luces, el ideario, los dólares, la plaqueta.

El título apenas dice nada. The Last Run. En español, Los Cómplices. Una nadería fonética prevista en su día para enunciar una época; la fórmula infalible para la taquilla que se reveló en estropicio, en genuina marca de la decadencia. Portugal, Torremolinos, la Metro Goldwyn Mayer. Buen director, excelente equipo. Uno se pregunta qué pudo fallar y la respuesta se inclina en el mismo ángulo que en la fotografía de Marilyn, en el pie torcido de la gloria.

Cambio de cineasta

La gran película de la Costa del Sol necesitaría una nueva película que supiera contar el rodaje. Su guión, sin duda, hablaría de un viaje histórico, del traslado del damero insufrible del gran cine a las escalas de Málaga. Porque, sí, The Last Run convirtió a la provincia en un plató retorcido, excitante, vanidoso. La culpa fue de George C. Scott, pero bien pudo ser de los tiempos, del culto a la estrella, del actor puerilmente diseñado para trascender al hombre.

En un principio, las escenas debían grabarse íntegramente entre Portugal y la Costa del Sol. La trama, urdida por Alan Sharp, describía la última aventura de un chófer de la mafia, al que un encargo interrumpía su jubilación en Europa. El equipo se trasladó a Málaga, con todas sus referencias, menos una, la del director John Huston, que declinó la propuesta a última hora y anticipó con su salida las perturbaciones que padecería el filme. La capitulación del cineasta no se debió a dudas sobre las localizaciones o la frescura de los diálogos, sino al ego de Scott, con el que topó muy temprano, hasta el punto de inducirle a dejar plantada a la Metro y a su chequera.

El equipo y el calvario

La salida de Huston no fue la única que emponzoñó el proyecto. A Scott, el protagonista de Patton, no le gustaba una de las actrices, la francesa Tina Aumont. Llama la atención la capacidad que tenía el actor para señalar con el dedo en una cuadrilla que no estaba compuesta precisamente por peleles o neófitos. La cinta reunió en la Costa del Sol a referencias universales. El compositor Jerry Goldsmith, el director Richard Fleischer, uno de los más prolíficos de la época, el fotógrafo Sven Nykvist, el de las películas de Bergman.

Piensen, por ejemplo, en este último con la mirada en busca de consuelo, perdida por el cielo de Torremolinos mientras Scott escenificaba una de sus rabietas. Esto es, un tipo que trabajaría en Sacrificio, de Tarkovski, acaso la mejor película de la historia del cine, pendiente de las fruslerías del actor, del frívolo, del pillastre. La vida no es justa. Hollywood, tampoco. Ni siquiera la Costa del Sol.

Del gran sueco a las suecas

El divo no tuvo bastante con ajustar el reparto a la medida de sus veleidades. La francesa fue sustituida por Trish Van Devere, que resultó de su agrado, muy de su agrado. Tanto como para traicionar a su novia, Colleen Dewhurst, también protagonista, y montar un infierno de opereta para escarnio de todos los que participaban en el rodaje. Las aventuras y las broncas del trío recorrieron como un enjambre todos los escenarios. Llegaron, por supuesto, a Torremolinos, que aportó su tono apacible, pero sin obrar el milagro de la concordia. Fue entonces cuando Scott decidió romper la baraja. Lo hizo con un giro imprevisto, a su estilo de chulo, de superhombre. En mitad del escarceo y de la carambola anunció que se casaba con Colleen. Piensen, de nuevo, en la cara de Sven Nykvist, abochornada e implorante, debatiéndose entre la filiación nacional de la que tanto jugo extrajo Alfredo Landa o el regreso a Suecia. Y todavía habrá alguien que vuelva a preguntar. Por qué el fallo, por qué la Costa.