Se esfuma el sueño del siglo veinte. Después de decenas de guerras y avatares, de músicas y de tecnología, España, sin que Málaga sea una excepción, fantasea con no ser pobre. La crisis de los últimos cuatro años, acelerada en sus hitos de destrucción, dibuja un precipicio social por el que se deslizan cada vez más familias de la zona noble; la clase media, sustento del consumo, se desploma del pedestal en el que la colocaron las democracias occidentales. Otro valor sólido, estable, que se quiebra con la depresión económica.

­­El sofoco de la clase media, que solo perdona a los países emergentes, compromete los cimientos del sistema. Más aún en un modelo como el español, inseparable en su madurez de la consolidación del estado del bienestar. Los datos, sin embargo, ya ni siquiera hablan de riesgos. El déficit, la contracción del consumo y la desconfianza, con la que se cruzan los efectos de los recortes y la subida del IVA, siniestramente alzada en el horizonte, representan heridas en presente, con un bagaje sórdido hacia atrás que se contabiliza en las cuentas del paro y de las rentas mensuales. La recesión no sólo ha triturado puestos de trabajo y arrojado a la exclusión a miles de malagueños, sino que ha empobrecido al resto de profesionales.

En Málaga más de la mitad de la población sobrevive con menos de mil euros al mes. A eso se agrega la pérdida de poder adquisitivo, que alcanzaba los dos puntos en los primeros tres años de la crisis; una situación heredada del desencuentro, cada vez más pronunciado, entre la evolución de los salarios y de los impuestos. El demarraje de la factura energética, del IPC, ha empequeñecido los euros de las familias, especialmente en la provincia donde la fractura es más profunda; el salario medio anual que se declara en España (19.113) supera en más de 3.000 euros el de Málaga (16.199).

Adiós al consumo

Si la deriva amenaza, el recuento del primer tramo de la crisis ahonda en una realidad desparejada, sombría. Entre 2007 y 2010, el total de salarios abonados en Málaga bajó en 950 millones de euros, la sexta caída más salvaje del país. Un volumen que se ennegrece si se tiene en cuenta que buena parte de esa cantidad repercutía directamente en el consumo. Los bolsillos se cierran, aunque no precisamente por esa avidez ahorrativa que marcó el final de la última década. En el primer trimestre de este año los hogares han gastado más de lo que ingresan, lo que supone un hecho insólito en la estadística del INE, que empezó a computar el indicador en 2000.

El ánimo de la economía pesa sobre un sector que se pensaba al margen de la mera subsistencia. Con la clase media sufren las generaciones del futuro, pero también toda una escala de productos y de bienes que fueron diseñados para pertenecer a la bolsa de las primeras necesidades y que ahora son percibidos como artículos de lujo. Las consecuencias no son simples. Si las familias pierden holgura, también lo hace el sistema de pensiones, acostumbrado a apoyarse en los ritmos de cotización de una población–la de 40-50 años– cada vez más castigada por el paro. En el frente de desgracias, se advierte, además, la silueta de los recortes, que entorpece el pulso consumista del único grupo de población que permanecía al margen del desplome, los funcionarios.

La lupa, en este caso, resulta demoledora. Una familia media, con los dos padres en activo, un coche y un hijo en edad universitaria pagará 1.320 euros más por la concurrencia de los nuevos factores, en los que también puntean medidas regionales como el céntimo sanitario–que grava la gasolina en Andalucía–o el IRPF, que fue modificado por el anterior Gobierno.

La depauperización de la economía media se ha notado en las organizaciones de socorro. Cientos de personas cruzan a diario la barrera que les separa de la marginación. Cáritas registró el pasado año una cifra récord de asistidos en la provincia, más de 25.000 familias. De ellas, aproximadamente un 20% solicitaban ayuda por primera vez. Lo expresa Francisco José Sánchez, director del colectivo en Málaga: «Antes ayudábamos a los pobres, ahora a nuestros vecinos».

Con el declive de las clases medias, se astilla la renovación productiva a la que el futuro se encomienda. Los analistas temen una vuelta a las dos españas, esta vez desde una perspectiva netamente económica. Las rentas se comprimen y surge una economía de supervivencia en la que gana fuerza el mercado negro–especialmente en la cultura–.

Málaga gasta más de lo que ahorra, pero además asiste a la caída de su patrimonio. Las familias observan ahora un régimen de alquiler de vivienda más aceptable y menos exigente en su relación con el salario medio, pero, del otro lado, se relativiza el valor de las propiedades. Desde que estalló la crisis, el precio de las casas ha disminuido en la provincia alrededor de un 30 por ciento, lo que supone una bofetada a los intereses de una clase ligada a la suerte de las hipotecas.

Menos clase media

El drama es de doble filo. La población descubre que sus ahorros, invertidos en pisos o en acciones bursátiles, tampoco garantizan la defensa frente a los estragos económicos. Juan Carlos Robles, decano del Colegio de Economistas de Málaga, no cree que se llegue a la destrucción de la clase media, aunque insiste, con alarma, en la reducción paulatina de su número de integrantes.

Sobre la mesa, no sólo la perseverancia de la crisis, sino la falta de consumo, que será todavía más acusada cuando se apruebe la subida del IVA, que pronostica la supresión del tipo reducido–del 4 y el 8 por ciento–en bienes como los restaurantes y los hoteles. De momento, los empresarios y los trabajadores presionan para intentar que la medida se aplique después del verano, lo que aliviaría la perspectiva inmediata en provincias turísticas como Málaga. «La subida es inevitable, pero experiencias como la de Thatcher y Reagan nos han enseñado que aumentar los impuestos no garantiza mayor recaudación; es más puede que se obtenga menos, por la caída del consumo», razona.

Robles cree que la situación no se enderezará hasta que se recupere la inversión y la confianza. «Todo seguirá colapsado mucho tiempo», vaticina. El deterioro de ese bastión inefable de la economía, de la clase media, arrastra otros condicionantes, algunos de orden político, que aluden a un cambio de escenario. Con el debilitamiento de la principal energía del sistema, cambian las reglas del juego. «Si se agota la capacidad de subir en la sociedad se deslegitima la propia democracia; el ciudadano se convierte en un mero espectador de la renovación de las élites», señala Javier Luque, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Granada.

El precedente remueve el fantasma y el debate; en la Europa de entreguerras, el desmoronamiento de la clase media facilitó el acenso de los totalitarismos. Luque está convencido de que la situación no se repetirá, aunque no precisamente por una evolución positiva del espíritu. «La gran diferencia es que estamos profundamente desprovistos de ideología y de que no existe ninguna alternativa que intimide aún más a las clases medias como era el comunismo», indica.

En la política, la desgracia de las familias admite conjeturas abominables; la situación monstruosa, la degeneración de las clases medias, engendra nuevos monstruos, entre los que podrían encontrarse los populismos, aunque de perfil más reposado.

La amenaza no señala a un grupo de la población, sino al equilibrio de fuerzas. En Málaga, la decadencia de las economías medias se intensifica; es la burbuja dentro de la burbuja, la contrapartida del carrusel de la construcción, que elevó súbitamente el nivel de vida de miles de personas. Luque admite el enunciado, pero sin que eso sirva para distribuir responsabilidades. «Lo extraño, lo verdaderamente extraño de esta crisis es que mucha gente ha interiorizado el discurso de las clases dominantes, que exonera a los culpables con la falacia de que vivimos por encima de nuestras posibilidades», afirma.