Era el 7 de noviembre de 2011. La mañana amaneció fría, y en la Ciudad de la Justicia de Málaga nada hacía presagiar que poco después de las doce de la mañana se iba a producir una hecatombe en el juicio del caso Malaya, que por entonces llevaba un año y medio de vistas: Juan Antonio Roca Nicolás, supuesto cerebro de la trama, confesó que había sobornado a los concejales de la corporación marbellí que dirigió Marisol Yagüe desde agosto de 2003 a marzo de 2006; y que cobró dinero de empresarios con intereses urbanísticos en la localidad. Ésta es la historia de un triunfador que llevó al infierno a 94 personas.

Hasta llegar a esa confesión en toda regla, pese a los matices, hicieron falta una de las operaciones policiales y judiciales más importante de todos los tiempos y una larga instrucción para sacar de quicio a un hombre que aparentaba ser un simple asesor de Urbanismo pero que, pasado el tiempo, se convirtió en el único imputado que ha consumido los cuatro años de prisión preventiva por delitos económicos. Roca llegó a finales de los 80, y a principios de los 90 pasó a formar parte del Consistorio marbellí de la mano de Jesús Gil. Siempre ligado al urbanismo, fue la mano ejecutora de la grandiosa visión que para la Perla del Mediterráneo tenía el todopoderoso alcalde: el legado ha sido de 30.000 viviendas ilegales –hoy absorbidas y legalizadas en su mayor parte por un PGOU cocinado a la medida– y una deuda de más de 500 millones de euros.

Desde el punto A, en los 90, al B, en 2006, cuando estalla Malaya, hicieron falta 15 años en los que la cultura del pelotazo urbanístico se hizo religión en la Costa del Sol; la investigación de Malaya determina que en esos tres lustros Roca construyó un imperio a golpe de soborno: con 50.000 euros de ingresos mensuales, amasó un patrimonio superior a los 200 millones de euros compuesto por aviones, helicópteros, varias fincas de lujo, pisos y viviendas carísimas; caballos, cuadros y obras de arte valorados en más de 27 millones de euros... todo se resume en la imagen de un Miró en el cuarto de baño. Y todo oculto tras 70 sociedades pantalla presuntamente dirigidas por preparadísimos testaferros que el conseguidor, el Jefe, como le llamaban, ha arrastrado consigo a los infiernos.

El 29 de marzo de 2006 estalló el caso Malaya gracias al ahínco del juez Miguel Ángel Torres: ese día, cayó una corporación dirigida por Marisol Yagüe que derrocó al otrora poderoso Julián Muñoz. Los registros y detenciones de ese día, desarrollados en Marbella, Madrid y otras tantas provincias españolas, fueron esenciales para llegar al corazón de la cebolla: de corruptelas menores se llegó a la corrupción urbanística, leit motiv de la Marbella de entonces.

El funcionamiento era sencillo, siempre según el relato fiscal: los promotores con intereses urbanísticos en Marbella iban a ver a Roca, quien a su vez les exigía presuntamente la entrega de dinero a cambio de una licencia, de un aumento de edificabilidad o la aprobación de un plan urbanístico. Para ello, necesitaba el concurso de los concejales, que debían dar el visto bueno en las comisiones de gobierno a esas decisiones. Es como un cuerpo con dos corazones palpitando continuamente: en varios años captó más de treinta millones de euros de los promotores y sólo repartió una sexta parte en sobres a los exediles. Así creció un leviatán ingobernable en el que la voluntad popular quedó engullida por el hombre que siempre llevaba gafas y chaqueta negra y una eterna y enigmática sonrisa que prometía lujo y dinero a quien la miraba.

El 7 de noviembre, Roca reconoció los sobornos, pero con inteligencia lo hizo con matices: sí cobró, dijo, de los empresarios, pero por asesoramientos particulares; y sí pagó a los concejales, pero por orden de Gil y para que mantuvieran unido al tripartito hasta las municipales de 2007. Eso es cohecho impropio, penado con multa pero no con cárcel. Como el de Francisco Camps.

Sus ganancias las ocultó a través de su inmenso entramado societario al que servían brillantes mentes (entre ellas, Montserrat Corulla o los seis letrados de un prestigioso despacho madrileño). En concreto, su entramado societario, según la Fiscalía, lo que es igual que decir su patrimonio, supera los 200 millones de euros.

Roca siempre ha explicado que él tenía dinero cuando llegó a Marbella, y que el éxito de sus inversiones inmobiliarias le llevó a contar con tan abultado patrimonio –que incluía, por ejemplo, un hotel en El Rocío–. El fiscal no se lo cree y mantuvo el pasado junio su petición de treinta años de prisión para el Jefe. En total, el acusador público pide casi 500 años de cárcel y más de 3.800 millones de euros de multa.

En este caso, ha habido golpes de suerte para los investigadores, como el hallazgo de archivos informáticos y agendas con iniciales y cantidades, que unidas propiciaron una hoja de ruta a los agentes y acabaron sentando en el banquillo a 95 personas. Finalmente, se retiró la acusación contra nueve de ellas y dos se conformaron con la petición del fiscal.

La defensa de Roca presentó una pericial para defender el patrimonio que aseguraba que Roca multiplicó por siete el valor de sus bienes en sólo una década, desde los casi 16 millones de euros de 1992 hasta los 117,9 de 2002.

Su abogada defendió con ahínco esa tesis: «Mi cliente compraba y vendía, compraba y vendía, y a veces obtenía un gran beneficio y otras un beneficio indecente, pero siempre legal». Era, en su opinión, «pura especulación inmobiliaria, que puede ser amoral para algunos, pero absolutamente legal».

La Fiscalía, para cerrar el círculo, pidió una sentencia ejemplar, lo que encendió a las defensas, que reclaman un fallo justo más que ejemplaridad.

Los abogados se han centrado en dos extremos: los representantes de imputados por blanqueo se han limitado a apuntar que sus clientes no sabían que Roca era investigado por corrupción, ni que el dinero que usaba en las operaciones provenía presuntamente de los sobornos. Algunos llegaron a alegar que ni sabían que trabajaban para el Jefe o que éste estuviera detrás de una sociedad en una determinada operación inmobiliaria.

Los que representan a los acusados de soborno se han centrado en atacar los acrónimos de Maras, ya que las iniciales, dicen, podrían pertenecer a cualquiera. Y esas iniciales estarían, además, desconectadas de los actos administrativos en los que se concretaba la corrupción.

Las emociones, a lo largo del juicio, han sido extremas, y el tribunal tiene por delante una tarea titánica, pues se trata, como repite la prensa hasta la saciedad, del mayor caso de corrupción política y urbanística jamás juzgado en España que incluso motivó, por primera vez en la historia democrática, la disolución de una corporación por parte del Gobierno.

Ocho meses es el tiempo estimado para la sentencia de un caso que tuvo luces y sombras, amén de agrias polémicas, como la que aludía al supuesto soborno de un alto cargo de Interior por parte del exasesor –nunca probado–; los mensajes de texto entre Montserrat Corulla y sus amantes, retirados del sumario; la vehemencia con la que se han defendido las Chaneles, Isabel García Marcos y Marisol Yagüe; las largas prisiones preventivas y las detenciones televisadas; la controversia de si el dinero acabará en Marbella o irá a parar al Estado, o el intento de boicotear el juicio, que, por cierto, publicó en exclusiva este periódico. El retrato bastó para abortarlo.

Por tener el caso tiene hasta huidos: el célebre Carlos Fernández, José Manuel Carlos Llorca y Javier Lendínez. Nada se sabe de ellos. Cuando aparezcan, la Justicia les estará esperando.