El otoño se acerca atravesando con su cuchillo el desagradable terral, mientras septiembre se resiste a dejar de ser verano, y el lento fluir cotidiano de una ciudad ensimismada envuelve con su sobriedad miles de vidas, historias individuales que nos explican a nosotros mismos y nos sirven para presentarnos a los demás. Caras sonrientes, ojos afables, bocas torcidas y gestos de mala leche al volante. En medio del desasosiego matutino, mientras decenas de personas esperan a que Los Ángeles de la Noche colmen su sed y el hambre del desayuno, el Puente de la Esperanza hace honor a su nombre y decenas de candados jalonan su valla derecha; en ellos, nombres de enamorados, parejas que han proclamado su unión a los cuatro vientos siguiendo el ejemplo de lo que ocurre en el Puente Milvio, la célebre construcción romana sobre el río Tíber, en la que, inspirados por una novela del escritor Federico Moccia, muchos novios y matrimonios romanos ponen su candado dejando así constancia de su afectado para tirar luego las llaves al río.

En Roma, el enorme peso de los candados logró derribar parte de la estructura superior del puente, sobre todo la del alumbrado, y, pese a las advertencias de las autoridades, los osados italianos enamorados siguen perpetuando su pasión en un sencillo candado como símbolo de permanencia de su encuentro primero.

La verdad es que ayer, mientras iba hacia el Centro, vi los candados y observé con detenimiento algunas de las inscripciones. Luego supe del puente que inspiró esta costumbre y conocí que Moccia ha puesto de moda este homenaje a San Valentín, lo que da para muchas reflexiones: el imparable poder de la literatura para crear e influir en la realidad -ya sea por medio de folletines romanticones o novelas más ambiciosas- y la constatación, casi más importante, de que hay románticos empedernidos que consiguen sustraerse a la crudeza del día a día para seguir creyendo en el cariño, la comprensión y la ternura.

Supongo que la mayoría de ustedes estarán hasta las narices de sentimentalismos baratos como los que patrocinan la mayor parte de los canales televisivos de este país de pandereta a través de programas del corazón, pero no me nieguen que un gesto así no les reconforta, en parte, con la condición humana y con sus conciudadanos.

Son días en los que el empleo muerde como un león a muchas familias que sobreviven a duras penas mientras nuestros engominados políticos sólo saben hablar de una recuperación virtual para banqueros y grandes empresarios. En los que se ataca al único sustento de muchas familias, la pensión de los abuelos; son tiempos en los que muchas casas humildes se están haciendo seguros privados de salud por temor a no recibir una adecuada atención en los centros públicos, en los que un colegio te obliga a gastarte 600 euros por niño y en los que se hacen expedientes de regulación mientras se meten asesores a manos llenas para luego predicar austeridad sin bajarse del Mercedes.

Por eso, en medio de toda esa hojarasca maldita que ha traído la crisis hasta la Costa del Sol, un sencillo candado en la barandilla de un puente, que además es el de la Esperanza, le devuelve a uno la sonrisa. No todo está perdido.