«Estuvo aquí. Como te lo cuento. En ese taburete. Casi al lado de la policía». Existe desde hace años un momento de la noche en la Costa del Sol, justo cuando los ceniceros emergen de debajo del fregadero y la persiana se arrastra hasta más allá de los tres primeros cuartos de su extensión, en el que alguien, especialmente si anda cerca la chavalería, empieza a hablar de Ronnie Biggs. Primero, con recelo, como si fuera un viejo marinero acostumbrado a tragarse a solas las miserias de alta mar, y más tarde dejándose lisonjear por un tono espachurrado y como de leyenda que aumenta el contorno fantasmal del propio Biggs.

En los bares más canallas de Torremolinos y Marbella, el autor del robo más famoso del siglo, fallecido esta semana en Inglaterra, parece una especie de coco amable dispuesto a dar romanticismo y pillería al último vaso de sombras de antes de dormir. Y quizá efectivamente lo sea. Sobre todo, después de los años en los que, mientras él se esforzaba por burlar a la Interpol y fugarse a Brasil, muchos lo hacían con una pinta en la mano, perdido en el anonimato de la comunidad extranjera de la Costa del Sol.

Biggs, gran bebedor de cerveza e inglés canónico de suburbio, con lo que eso conlleva de pícaro y superviviente elemental, tenía bastantes razones para viajar a la provincia. Y, según muchos testimonios, lo hizo. Sobre todo, en su primera etapa de forajido, antes de trepar con una escalera de cuerda el muro de la cárcel de Wandsworth e iniciar una fuga que duraría más de treinta años, con cirugía plástica incluida y una tendencia al cachondeo que le hizo vivir el exilio sin arrugas y temores, rodeado de mujeres y fiestas abiertas al público.

El viejo asaltante, casi una atracción a la altura de la abadía de Westminster en su país, no fue el líder de la banda que en 1963 se llevó el equivalente a 48 millones de euros del ferrocarril de la Royal Mail, pero sí el más famoso y el más gracioso de los quince. Tanto como para inventarse todo tipo de tretas para esquivar a la policía y cometer la chulería de entregarse en 2001, cuando ya estaba harto de dar vueltas y, según sus propias palabras, se moría por tomarse una jarra de cerveza en un pub inglés. En Brasil dejó incluso embarazada a una chica para evitar ser extraditado, además de colgarse de cualquier tipo de resquicio legal cada vez que notaba demasiado cerca los pasos de la Interpol.

El autor del robo del tren de Glasgow, cuya enfermedad le llevó a salir de la cárcel, en 2009, esta vez sin cuerda y con la aquiescencia de las autoridades, conocía de sobra los rincones de la buena y la mala vida de la provincia. Sobre todo, porque muchos de sus compañeros de banda, más perezosos en la huida que él, habían fijado su residencia en la Costa del Sol. Y, además, con bravuconería española, sin ni siquiera tomarse la molestia de encerrarse en un sótano ni de hacerse pasar por suecos. Cuando Biggs andaba por Francia gastándose buena parte del botín en cambiar de cara y de papeles, gente como Charles Frederick Wilson, el tipo que subió a la cabina y le arreó un sopapo al maquinista para tomar el control, ya estaba con las pantorrillas al aire, tostándose al sol de Málaga como si fuera un comercial de Jaén. Aunque, en este caso, la suerte resultó bastante cruda. En general, casi ninguno de los forajidos de Biggs pudo presumir de fortuna. Por lo menos, a la postre. Tampoco el propio Ronnie, que resistió durante años a los latigazos de una enfermedad brutal.

A Frederick Wilson, sin embargo, las primeras décadas de escapada le trataron con bastante lenidad. En su escondite de la Costa del Sol, lejos de amedrentarse, vivió con galas y suficiencia de auténtico emperador. Sin gente que le reconociera por la calle, rodeado de suecas esculturales y jóvenes mucho más preocupados por el derrumbe de Franco que por los robos del Reino Unido, Wilson bajó la guardia. Hasta el punto de ser tiroteado en abril de 1990 en la urbanización Montaña-Marbella, donde residía.

Otro de los que se relajaron en la provincia fue Gordon Goody, conocido en los archivos de la policía por ser el miembro de la banda que dirigió la operación desde la famosa granja en la que se urdió el robo. La misma finca en la que la policía encontró, sobre un tablero de Monopoly, las huellas que permitieron identificar a toda la pandilla. Gordon, quizá aturdido por el sol, llegó, incluso, a devaluarse como hampón, pasando de participar en el golpe más señero del mundo a ser detenido por traficar con hachís.

No fue el único del grupo que cambió de oficio en la Costa del Sol. En Torremolinos, en el mismo Torremolinos en el que muchos sitúan la silueta escurridiza de Ronnie Biggs, también residió un tercer miembro que se atrevió a poner un bar en la zona de Los Álamos. Sin miedo y con antena parabólica. Quizá para ver por la BBC como la policía se aturullaba en la caza de su amigo, el orgulloso Ronnie del suburbio, que cambió la carpintería por el robo y las carreras. Muerto también a todo tren.