Confiesa con gracia que la primera vez que sus ojos se posaron en un legajo del Siglo de Oro «del primer folio lo único que entendía era Málaga y henero, escrito con hache, así que pensé que no era el mes». No podía intuir el entonces estudiante de Historia que un día llegaría a ser doctor en la materia y académico correspondiente de la Historia.

Y entre los muchos méritos del siempre discreto Francisco Cabrera, algo que no muchos malagueños conocen: en los años 80 salvó del olvido más absoluto el archivo del Puerto, por entonces en un polvoriento rincón de la Jefatura de Obras Públicas. Con la ayuda de una furgoneta lo trasladó a la Autoridad Portuaria, incluidos valiosos planos de hace 300 años y luego ordenó todo el archivo.

Si Málaga ha dependido tantos siglos del mar, este historiador, que no se considera tal sino «artesano de la Historia», lleva toda su carrera desentrañando los secretos de la historia portuaria de la ciudad, la razón de ser de Málaga durante siglos.

Y aunque su tesis de licenciatura versó sobre el puerto de Málaga a comienzos del siglo XVIII, explica que sólo se adentraba en el XIX para trabajos aislados, «y cada vez que hurgaba en ese siglo aparecía Joaquín María Pery». Tanto apareció, que el profesor Francisco Cabrera terminó por sacar a Pery del anonimato injusto en el que le arrinconó la Historia y el pasado viernes presentó, acompañado entre otros por José Llorca, presidente de Puertos del Estado, institución que ha costeado el libro, y el responsable de la Autoridad Portuaria, Paulino Plata, el libro Joaquín María Pery y Guzmán y aquella Málaga que fue (1800/1835). La obra es una triple mirada a la turbulenta Historia de España en ese periodo, pero también a la vida de Málaga y la del propio Joaquín María Pery, un ingeniero y marino coruñés, nacido en 1766, que pasó unos 25 años en Málaga a partir de 1800 y hasta su muerte en 1835 a los 69 años, con un paréntesis de servicios en Cádiz.

Pery, que llegó a ser director de la Junta de Obras del Puerto y Muelles y se ocupó del mantenimiento de las instalaciones portuarias, también dirigió el Colegio de San Telmo, la institución que formaba a los futuros marinos y capitanes malagueños. Pero ante todo se le recuerda por ser el autor de un símbolo de Málaga: La Farola, que el año que viene cumplirá 200 años.

La obra cerró el precario capítulo de emplear una grúa de madera con un farol de aceite, algo que causaba muchos problemas a los barcos. Las obras de la Farola duraron cuatro años y el edificio se inauguró el 30 de mayo de 1817. La Farola costó cerca de 400.000 reales y se iluminaba con quinqués de mecha con aceite de oliva. Además, contaba con un reflector parabólico de plata pulida.

El Guadalmedina y los arroyos

Pero como subraya Francisco Cabrera en el libro, la atención de Joaquín María Pery a las obras públicas en Málaga fue mucho más allá del puerto. Dedicó muchos esfuerzos a tratar de aminorar las terribles inundaciones del Guadalmedina pero también de los arroyos. Y así, las aguas de los montes del Calvario y Gibralfaro bajaban con fuerza por la calle de la Victoria, «que era un auténtico arroyo» y desaguaban por el antiguo foso defensivo de Málaga de la calle Carretería, que no siempre estaba limpio, pues los malagueños tiraban allí mucha basura, con lo que las aguas subían e inundaban la zona.

Para evitarlo, Pery ideó una mina o túnel en el encuentro de los montes de San Cristóbal y Gibralfaro que desviara las aguas al arroyo de La Caleta. Las obras se iniciaron pero tuvieron que suspenderse por falta de dinero.

Tuvo más éxito en la regulación de los aportes de los arroyos de los Ángeles y del Cuarto al Guadalmedina. Para evitar que inundaran de forma cíclica La Trinidad y El Perchel hizo un corte en parte alta del arroyo de los Ángeles para que las aguas se desviaran al arroyo del Cuarto -la zona en la que se hizo ese corte se conoce hoy todavía como La Corta-. Y en segundo lugar, para impedir que todo ese agua terminara en el Guadalmedina, desvió el arroyo del Cuarto con el fin de que desembocara en el mar.

También reparó el puente de Santo Domingo y le rebajó de cinco a tres las pilas que lo sostenían, para que no se acumulara tanta broza y tierra que taponaba los ojos del puente; cambió de sitio el mercado de Puerta Nueva, con el objeto de dejar libre la zona en caso de venida de aguas y comenzó las obras de dos zanjas a ambos lados del río para aliviar las acometidas.

Pero Joaquín María Pery trabajó en muchos más frentes, como en las obras del Puente del Rey sobre el río Guadalhorce; desecó el que entonces estaba considerado como «pantano mortífero» de Fuente de Piedra, y así evitar nuevos brotes de fiebre amarilla y cólera y hasta dejó su huella en la Colegiata de Antequera.

El libro recoge también la Historia de la Málaga de ese primer tercio del XIX, relacionada con la vida de Pery; una ciudad que asiste por fin a la conclusión del edificio de la Aduana (1829), iniciado el siglo anterior y que continúa urbanizando el Paseo de la Alameda en los terrenos que ocupó el Castillo de San Lorenzo, derribado por una orden de 1802 porque había quedado muy alejado del mar. Pery bregó para poner en orden los alineamientos de las nuevas casas de la Alameda y tuvo roces con los propietarios y lo hizo, posiblemente, con el mismo empuje con el que trató de poner a raya los bancos de arena que anegaban el puerto y que tantos quebraderos de cabeza le dieron.

Francisco Cabrera, «artesano de la Historia», cuenta que ha querido escribir una obra «no sólo para el historiador sino para todo aquel que le interese una visión global de la Málaga de su momento». De paso, ha recuperado la figura del ejemplar ingeniero y marino coruñés. El padre de la Farola y mucho más.

Víctima de los vaivenes de la política del XIX

Joaquín María Pery sufrió como muchos las turbulencias políticas del primer tercio del XIX, empezando por la invasión francesa. Como recuerda Francisco Cabrera, el ingeniero de Marina se mantuvo en su puesto en el puerto durante la ocupación por la cantidad de hijos (12) y parientes que por entonces debía mantener lo que le impidió huir con la familia. Pese a ayudar a escapar por el puerto a muchos patriotas, a esconder con peligro de su vida objetos litúrgicos y a negarse a reforzar la Alcazaba y Gibralfaro para los franceses, al terminar la Guerra de la Independencia fue sometido a un juicio de purificación. No sería el último de su carrera.