«Mira, ¡por allí va el cura!», decía la gente cuando lo sorprendía cada verano nadando de espalda en la playa de Pedregalejo, espigón a espigón. Sin prisa ni pausa.

Quien asombraba con sus 700 metros diarios de espalda, frisando ya los 80 años, era el sacerdote antequerano Antonio Martín, nacido en diciembre de 1926. Era un desaforado amante del mar pese a haber nacido tierra adentro. De niño, contaba que se lo imaginaba por las olas que el viento formaba en los trigales, pero el gran día llegó al visitar Málaga por vez primera con diez años y otear el mar desde la cuesta del Viso: «Era una tierra azul enorme con olas de verdad», recordaba.

El mar y las familias que vivían de él, los pescadores, fueron lo que le ligó para siempre al barrio de Pedregalejo. En 1975 el obispo Ramón Buxarráis le dio a elegir entre convertirse en canónigo o servir de párroco en Torremolinos o Pedregalejo. Optó por la parroquia del Corpus Christi de este último barrio, con una triple realidad social: chalés de vecinos de clase acomodada, un modesto barrio marinero y una clase media que empezaba a habitar las nuevas urbanizaciones.

Al frente del Corpus Christi, acompañado en los primeros años por los también sacerdotes Antonio Alarcón, ya fallecido, e Ignacio Mantilla, consiguió aglutinar al barrio y estar a la vez muy presente en la vida de los colegios religiosos de la zona.

Don Antonio era extrovertido, campechano, bromista, directo y a la vez estaba impregnado de un gran sentimiento religioso. «Nunca hay un momento en el que digo que voy a ser sacerdote. Es un proceso que va madurando y uno va progresando», confesaba.

Unido en la adolescencia a Acción Católica, con 16 años visitaba los barrios más pobres de Antequera y finalmente se ordenó a los 30, en 1956, aunque antes de ingresar en el seminario (1948) trabajó dos años en un banco, «pero eso no era para mí». Estuvo, eso sí, a punto de convertirse en jesuita pero una lesión en el pie se lo impidió.

En sus dos primeras décadas como sacerdote compaginó el trabajo de administrador en el Obispado con tres años en Huelin y 16 en la Granja de Suárez, «siempre con el pueblo», contaba.

Don Antonio alabó siempre la visión de «estratega» de don Ángel Herrera Oria, al adelantarse al Concilio Vaticano II «y comprender que la Iglesia de Málaga no podía estar encerrada en la Catedral en el Centro».

Y esa visión también la continuó el párroco antequerano allá donde sirvió. En el Corpus ofrecía cursos bíblicos, organizó grupos de mayores de vida ascendente, creó la asociación de vecinos de La Mosca, fomentó la Hermandad de la Virgen del Carmen y con Cáritas ayudó a marginados, separados, a la reconstrucción de viviendas... Además, durante años trajo a Málaga cada verano a un grupo de niños bielorrusos afectados por la tragedia de Chernobyl.

Pasó sus últimos años en la residencia de ancianos de Cáritas, en Churriana, acompañado por su hermana Josefina, que siempre estuvo a su lado. Ayer, la capilla ardiente se instaló en la parroquia y por la tarde ofició la misa en su memoria el obispo de Málaga, Jesús Catalá. Cuando se le preguntaba si era feliz siendo sacerdote respondía: «Sí, y espero que Dios tenga compasión de mí porque eso no significa que por ser feliz sea egoísta». Descanse en paz este cura feliz y marinero.