Ha sido el campeón menos estrambótico que ha dado el Reino Unido. El equivalente, en plan guiri, a Indurain, tan válido para esta época como para los tiempos en los que los peinados de Neymar se veían más en la pasarela que en la antesala de los partidos. Un forzudo de físico intemporal, capaz de diluirse en la cola del metro, de parecer uno más entre vendedores de pólizas, con una espalda y unos hombros de densidad congénita, parecida a la de los antiguos luchadores y los repartidores de muebles a domicilio.

En la Costa del Sol, con el pelo ya a punto de la retirada definitiva, Steve Redgrave no debía parecer siquiera un deportista. Al menos no uno de esos que se pasan la vida en los gimnasios, deformando su cuerpo como si fuera la hora tonta de una caricatura. Lo suyo era rápidamente identificado como un milagro natural; es la apostura enérgica del remero, siempre más cercana a la del leñador que a la de alguien que compite bajo la supervisión las cámaras y ensaya gestos para cuando vengan las revistas. Redgrave ha sido para Inglaterra el orgullo nacional, la estrella, por contraposición, pacífica, asistida además por una expresión bonachona, lo que hacía que fuera de su país resultara a menudo uno de esos tipos de apariencia familiar de cuya fama uno no repara hasta dos minutos más tarde, y la mayoría de las veces, guiado por los demás o por la proximidad indiscreta de los corrillos.

Las paradojas de la popularidad: en una costa en la que un personaje del peor programa de la televisión colapsa Puerto Banús, Redgrave, con sus cinco medallas de oro en cinco juegos consecutivos, habría podido perfectamente pasearse sin que nadie le pidiera un autógrafo. En ocasiones, hasta dando pistas, poniéndose los laureles alrededor de la cabeza en actitud de viejo rockero del olimpismo. A condición, eso sí, de que fuera entre españoles, porque los británicos, para estas cosas, no olvidan. Y menos a un hombre que fue portador de la antorcha y que dio el saque de honor en una final en Wembley, lo que para un inglés secularizado es como anexionarse un peñón por la vía festiva y doméstica.

Redgrave triunfó. Y además en una disciplina alejada de los focos, con poso de desafío entre marineros, de lucha prometeica contra las miserias de los mares y del firmamento. Conseguir cinco medallas, a las que se suman otros éxitos en campeonatos mundiales, no está al alcance de cualquier principiante sonado con complejo de galerno. Tampoco el hecho de mantener la debilidad por Mijas a pesar de las desconexiones del ladrillo, que le jugaron una mala pasada, tan tramposa como para justificar la estampida. Tuvo el remero la mala suerte de enamorarse de la Costa del Sol en la década de los depredadores y los mercachifles del ladrillo, que, con un empresario compatriota como gancho, casi arrasan con su fortuna.

El campeón británico fue uno de los grandes inversores de la estafa que dejó sin casa al futbolista Geoff Hurst, el famoso autor del gol fantasma que otorgaría su único Mundial a la selección de Inglaterra. Otro acompañante en la aventura inmobiliaria fue el jugador de rugby Tony Underwood; tres caras conocidas para hacer de reclamo de una operación que se intuía segura: la construcción de promociones de viviendas en la Costa del Sol y en puntos cercanos de Andalucía. Según la prensa anglosajona, Redgrave llegó incluso a prestar su imagen a cambio de una rebaja en la compra de su villa. Algo que, de acuerdo con sus propias palabras, le hizo sentir humillado por partida doble, ya que, al igual que Hurst, jamás vio edificada la propiedad por la que había desembolsado cientos de miles de libras.

En esto del engaño, no todos fueron Houllebecq ni Rod Stewart. El remero también forma parte de la lista negra de la Costa en el inventario de víctimas. En este caso, con el método más conocido, la concesión de una licencia ilegal por parte de un ayuntamiento corrupto. Se necesitan agallas para poner a prueba la paciencia de un héroe nacional de casi dos metros y más de cien kilos. Especialmente, por lo que significa en términos de ingratitud. Una caída en desgracia de la provincia que, pese a la ampliación del parte de guerra, es ya felizmente un asunto del pasado. Y que en la relación con los ingleses cuenta con todo un aparato histórico de compensaciones. El propio Redgrave es un ejemplo; de un lado el ruido y la pena por el fraude, y, del otro, sus estancias en Mijas, que no pueden taparse ni con todo el bochorno del expediente, sus ratos de descanso con la familia, sus partidas de golf, su reunión con antiguos camaradas, acaso menos conocidos y fuera de la aristocracia del medallero. Su paso, en cualquier caso, no fue el único; otros grandes atletas británicos como el corredor Sebastian Coe también merodearon por la costa. La épica contemporánea, el descanso del guerrero. En otro tiempo serían estatuas ecuestres. Ahora, la eternidad aguarda entre palmeras.