Aparecía con ropa fresca, disfrazado a duras penas de verano, con esa incapacidad gremial y a ratos congénita que distingue a algunos estadistas a la hora de abjurar del traje. Ver a Walter Scheel en paños menores tenía que ser el equivalente forzoso del rey desnudo. Una especie de Parsifal en pantuflas, una monja vestida de astronauta. Una imagen morosamente contradictoria, a la que, con los años, se aprende a ponerle un epílogo efectista de conferencias vespertinas, de decisiones de Estado tomadas después del golf, con la piel todavía brillosa por el agua. Al igual que otros líderes como De Gaulle, el político alemán pocas veces venía a la Costa el Sol únicamente a descansar. Siempre había una tarea pendiente, un número que cuadrar, más o menos advertido por la prensa. Incluso en su etapa como expresidente, cuando corresponde dedicarse a las petunias o a las memorias incendiarias, que en su caso fueron opiniones, ideas disfrazadas de objetividad económica, muy al estilo liberal de ahora y de entonces.

Scheel tenía prestigio. No por su facundia, por ser dueño de una verbosidad como la de Churchill, pero sí por su labor en la construcción de la Alemania contemporánea, que incluyó mucho trabajo en la sombra, especialmente en el acercamiento a la Unión Soviética y los movimientos previos a la reunificación, a la caída del muro. Unas credenciales que en España no dan para competir en popularidad con Butragueño, por más que el papel del político fuera determinante en algunos asuntos internos. Scheel, junto a Kissinger, fue uno de los primeros líderes de peso en defender la epifanía democrática del rey Juan Carlos, lo cual contribuyó a aplacar la polvareda de la transición, tan llena de suspicacias. Todo, convenientemente rutilado en la historia, pero apenas perceptible en la Málaga de los setenta y los ochenta, en la falsa equiparación de asistentes y bañadores que definía a los viajeros que se atrevían a veranear en los tiempos en los que el simple hecho de viajar ya constituía un privilegio. El expresidente alemán se desempeñaba en sus desplazamientos con ardides híbridos, a lo Aznar pero sin perro, moviéndose entre la despreocupación y el cortejo de subalternos que normalmente queda fuera del tiro de la cámara. De Scheel, cada movimiento era precedido por un revuelo de autoridades locales y hombres de la diplomacia; desde la época en la que era ministro, cuando utilizaba las playas de Benalmádena y de Marbella como escala de sus entrevistas con el canciller Willy Brandt en el extranjero.

El tándem es sobradamente conocido. Lo dice el actual jefe de Estado alemán, Frank-Walter Steinmeier: si Brandt, otro asiduo a la provincia, no hubiera recurrido al líder liberal para aislar a la democracia cristiana la historia de Alemania, el cisma y la desconfianza habría permanecido por más años. Eso no convierte a Scheel en una hermanita de la caridad. Y menos para uno de sus detractores puntuales más célebres, el escritor y dramaturgo Thomas Bernhard, que presentó su dimisión en la Academia Alemana de Lengua y Poesía después de que el político fuera invitado a unirse en calidad de miembro honorario.

El azar, y más en la provincia, suele trenzar con pillería; Bernhard y Scheel, tan parecidos entre sí como un cuadro de Munch y una calculadora, bien podrían haberse encontrado en Benalmádena. Y, además, en la misma década, aunque para eso debían haber tenido un mínimo de puntos en común en su concepción espiritual del mundo. El dramaturgo, áspero y taciturno, era mucho más de encerrarse en su habitación de La Barracuda. Y Scheel, aunque atendiendo a sus compromisos, gustaba del turismo canónico. Buena prueba de ello es el viaje que hizo en 1982, con parada incluida en su crucero para jugar al golf y darse una vuelta con el cónsul por Málaga.

El expresidente viajaba sin renunciar al bañador, pero armado con todos sus trajes; desde el de jubilado al del futuro hombre fuerte de la representación de Alemania. Por la Costa del Sol anduvo meses antes de alcanzar la presidencia, pero también como ministro y viejo tenor de la república. Una de sus estancias más sonadas fue la de la participación en la semana bancaria de Estepona, en la que se marcó una disertación frente a un centenar de banqueros sobre la rentabilidad de la paz, la dicotomía norte-sur y el diálogo financiero. Una sustancia, como todo el mundo sabe, especialmente recomendable para acompañar el fino de Málaga y las siestas bronceadas a la pachorra. La provincia, tendenciosa y esterotipada, es capaz del juego de contrastes. Y eso engloba también en la historia a los turistas de lengua alemana: estrellas degradadas del fútbol, cerveceros cantarines, aristócratas y políticos que marcaron época, escritores de la originidad y el fuelle de Max Frisch o el inolvidable Bernhard. Todos en el mismo territorio. Bestiario complejo, absurdo, inagotable.