Pepa Calvo y Antonio Arjona han sido duramente golpeados por la vida en dos ocasiones. Como si el dolor por la muerte de un hijo no fuese suficiente, esta familia de Villanueva del Trabuco perdió a dos de sus vástagos quedando sumidos en un estado de dolor permanente.

En un caso fue una leucemia, en el otro, las dificultades derivadas de un supuesto parto complicado. Y es aquí cuando entra en juego la palabra «presunto», porque Pepa nunca entendió cómo su hija, que había nacido sana y fuerte, había podido morir sin que nadie le explicase el por qué.

Hoy esta mujer de voz frágil se agarra a un clavo ardiendo. El atisbo de esperanza que se vislumbra con la investigación ante el posible robo de su bebé le hace recuperar la ilusión y pensar en que quizás algún día se encuentre con su hija Paula, nacida en el séptimo de sus partos.

Los numerosos casos denunciados evidencian que la trama estaba perfectamente organizada en el antiguo hospital de Antequera, porque ni siquiera el cambio de década varió el proceder de quienes se lucraban, presuntamente, con la venta de bebés, recién nacidos arrancados de los brazos de sus madres bajo la excusa de una muerte repentina, inexplicable y que les sumía en un delicado estado de salud físico y emocional que las hipotecaba de por vida.

Pero esta pareja sexagenaria tenía que seguir viviendo. Tenían otras seis bocas que alimentar, seis pequeños más con los que jugar, a los que procurar un futuro mejor. Eso fue lo que hizo que Pepa hiciese de tripas corazón para seguir adelante, para mirar al futuro y entender que hoy, más de veinte años después, debe luchar por encontrar a su hija.

Era 1991. Pepa tenía ya a Antonio Jesús, a José Raúl, Olga María, Francisco Javier, Luis Alberto y Carlos Daniel. Un buen día, el más pequeño empezó a apagarse. Se puso pálido, no tenía fuerzas. En el pueblo no le dieron demasiada importancia, pero su experiencia le decía que algo había, que algo pasaba. Decidieron hacer una analítica por otro lado y los resultados fueron concluyentes: había que ir al hospital Materno Infantil de inmediato.

Del malrato, Pepa empezó a sangrar. Estaba embaraza y, nada más llegar al hospital maternal, los dos entraron como pacientes. Había tenido una amenaza de aborto y acabó ingresada mientras los médicos trataban a su hijo.

El octavo embarazo de Pepa -con anterioridad había tenido un aborto- fue atípico. Iba y venía al Materno: durante el día se quedaba con su pequeño Carlos Daniel y, por la noche, volvía a casa con los otros seis. Le necesitaban.

A los 8 meses, tras un mes de encame en la segunda planta del hospital, el médico le dio el alta. Aprovechó que era fin de semana y que el niño podía volver a casa por 48 horas para que ella también se fuera. «Me hizo una analítica y me dijo que para lo que necesitara fuera al hospital de Antequera, que me pillaba más cerca», relata Pepa, que cree que el médico de allí estaba compinchado con la trama.

Se reanudaron los sangrados y tal y como Antonio se volvió con el pequeño para Málaga, Pepa se fue para el centro sanitario. Le hicieron un análisis de sangre y le descubrieron una anemia de calado, por lo que le pusieron tres bolsas de sangre. En paralelo empezaron los dolores y, con ellos, el trabajo de parto. Al tercer día se la llevaron al paritorio. «Yo decía que el crío estaría muerto pero me decían que no, que tenía ganas de vivir», relata la mujer, que cuenta cómo una mujer se acercó hasta ella para decirle que le iban a hacer una cesárea, que se iba a acabar «por fin» el sufrimiento.

Pero otra mujer, una matrona supone Pepa, llegó a los minutos y le apretó la barriga. La pequeña salió sin complicaciones. «Sentí un chillido de llanto y se la llevaron para bañarla», cuenta la mujer, que se sobrecoge cuando recuerda que aquella enfermera, antes de salir, le dijo: «Esta niña tiene que tener anomalías de mente o de corazón». Pese a aquel ligero diagnóstico, a los minutos se la trajeron. Pepa, que estaba moribunda por la cantidad de sangre que había perdido, les pidió cogerla. «Venía liada en una toalla y le vi los ojitos hinchados, movía la manita, con una rosca, y la mujer me dijo que la iba a dejar morir ‘porque tiene que tener lo que te hemos dicho’».

Pepa, que aún estaba en la cama sin limpiar no saba crédito a lo que oía. Su delicado estado de salud le impedía decir más. Hoy se lamenta porque dice que su impulso hubiera sido salir corriendo a por el bebé cuando se la arrancaron de los brazos. «Señora, ¿cómo le va a poner?», le espetó otra matrona. Ante la mirada perdida de Pepa, que aún asimilaba lo que le acababan de decir, dijo la trabajadora «vamos a ponerle Paula, como mi sobrina». A su vez, le informaron de que le tenían que hacer un legrado y que no podían esperar mucho por su situación.

A los minutos, le volvieron a insistir. Para ello, asegura que le acercaron un papel en el que le pidieron que firmara el consentimiento de volver al quirófano. Hizo un garabarato, como pudo, para salir del paso. Ahora se lamenta de que quizás con aquella firma autorizase la adopción de su hija pues, señala, los abogados de la asociación Alumbra le han informado de que aquello era una práctica habitual.

Cuando Antonio llegó al hospital a interesarse por su mujer y su hija, le dijeron que esta había nacido muerta. Ella se rebeló e insistió en que eso era mentira, y le dijeron que habían mandado el cadáver a Madrid para su análisis. «Pero tranquilos, que a la niña la van a enterrar cuando venga de Madrid. Le mandaremos un papel y así podrán hacerle un entierro», le dijeron. Pese a que insistieron en ver el cadáver, le negaron la posibilidad argumentando que no estaba permitido.

Al poco de fueron a San Antonio, en Texas, Estados Unidos, para hacer un trasplante de médula ósea a su niño.Estuvieron allí durante cuatro meses y, a la vuelta, se interesaron: de nuevo la callada por respuesta.

A los dos años Pepa volvió a quedarse encinta y, en una prueba médica, le contó al galeno la historia de su parto anterior. Este miró la documentación y confirmó sus temores: El bebé estuvo en las cámaras refrigeradoras tres meses y, tras no reclamarle nadie, la habían enterrado en el cementerio de Antequera. A los pocos años murió el pequeño Carlos Daniel, dejando a su madre sumida en una profunda depresión. «Nunca he levantado cabeza, me pasaba los días en el cementerio, llorando», confiesa la mujer, que afirma que nunca dio a su hija por muerta. «Dijeron que tenía una anomalía pero, ¿cómo? si no le hicieron pruebas y allí no había ni un médico», se lamenta Pepa Calvo, que se autoinculpa y se lamenta por su ignorancia entonces. «Qué pena cómo nos cogieron. A alguien le hacía falta un crío y pensaron en que yo estaba mala y tenía a otro niño enfermo y que mejor para otra», se lamenta.