Es también una cuestión de estilo. Algunas ciudades se orillan con porte. Otras viven de nostalgias, de ordenadas soledades. En Málaga satisface la cola. No hay nada que más erice al personal, por lo demás impaciente, que aguardar su turno con reverencial orgullo frente a la promesa de un espectáculo, de una croqueta en primera fila, de un besamanos de temporada. Eso no ha sido muy distinto ni siquiera con la llegada de la selección española. Buen tino sociológico el de la federación, que en lugar de dejar las puertas abiertas del campo para el entrenamiento gratuito del equipo ha decidido repartir entradas en la plaza de la Constitución por el mismo precio, que con eso no se conquistó el Perú, pero sí se gasta papel y se crea expectación. Que en el fondo, en esto de la vida, es a lo que venimos.

El miércoles por la mañana la cola de los del fútbol era una cosa digna de ver, una cola ejemplar, formalmente exquisita. Por momentos parecía que si la gente se daba la mano podía quedar una foto en helicóptero de las que buscan la paz mundial o la unión interclasista en la lucha contra el fuego. Cientos de personas en formación. Como una cofradía detenida de creyentes. No tanto en España ni en el balón, como en el hecho mismo de la cola, del gentío, del mogollón, del destino apretado y forzosamente para todos. Hubo un señor que hasta preguntó a qué santo respondía la hazaña, que es la variante local del «qué es lo que dan ahí» que tanto ha abrigado el alma en época de hambre y de sabañones.

El pueblo tiende a la acumulación. Y el éxito, pese a todas las sutilezas contemporáneas, se hace cada vez más cuantitativo. Sobre todo, para los concejales de cultura y los programadores de los museos. Tantas personas, tanta puntuación. Tantos eslabones en la cola. Como si en lugar de espectadores se tratase de cabezas de ganado ovino. Y eso que aquí, insisto, congregar una multitud va careciendo de mérito. Que no se ufanen los Saúl, Koke o Iniesta, que lo que han hecho ellos ya lo logró la Noche en Blanco, haciendo esperar en la puerta a miles de personas para entrar gratis a exposiciones que son gratis el resto de la temporada.

Una cola limpia siempre da un plus disciplinado de belleza arquitectónica. Tiene algo de la espiritualidad robusta de los galeotes. De desesperación silente. Lo único malo es que deja las plazas hechas unos zorros. Y más cuando llueve sobre mojado, como es el caso de la Constitución, a veces de la Merced, de la calle Larios. En eso Málaga, aun con sus exageraciones, no está sola. No hay nada más que ver la Plaza Mayor en Madrid, convertida en un circo ambulante de campañas, de promociones. El horror al vacío conjugado con la negación del espacio público, de la vieja espontaneidad en la construcción de la vida urbana. No van quedando más opciones: el próximo movimiento ludita será con señores en pantuflas y con sillas de enea, clavando su lugar al fresco entre terrazas de bares, jaimas de primeras marcas, plazas como la de Las Flores, diseñadas a conciencia sin un solo banco en el que desplomarse. La cola, al menos, todavía es gratis.