Hay lugares que no se conforman con existir, que mastican el tiempo lentamente y dejan el pasado en el mismo disco que el presente. La Antigua Imprenta Sur, dardo de la Generación del 27, es uno de ellos. Un lugar que más que ser, ocurre, sucede a su modo marítimo entre tipos de letra, poemas inolvidables y máquinas que hicieron la Historia y ahora imprimen pequeñas quemaduras, libros contemporáneos, pero enhebrados con la maña tradicional.

Desde que en 2001 fuera adquirida por la Diputación, el taller ha recuperado su esplendor, cosa que no ha dejado de suscitar el interés de países como México o Argentina, zonas de expansión y refugio de algunos de sus colaboradores. Que las mismas máquinas que alumbraron los primeros textos de Lorca, Hinojosa o Alberti vuelvan a rodar es un milagro prodigioso, máxime si lo hacen en un contexto casi similar al que fundaron Prados y Altolaguirre, padres de la imprenta en 1924. El lugar conserva la misma decoración, la morfología en forma de barco o el reloj donde filtraban las horas los impulsores de la revista Litoral. Con un poco de imaginación, o casi sin ella, se puede contemplar a los poetas del 27 detrás de las máquinas, observando minuciosamente la impresión de dibujos exclusivos de Picasso y Dalí, dando lustre a las primeras huellas del surrealismo español.

Por conservar, el taller se mantiene al cargo de su primer maestro impresor, José Andrade Martín. Si Altolaguirre resucitara y acudiera a su querida imprenta, no podría menos que echarse las manos a la cabeza al comprobar que continúa capitaneada por el mismo nombre ochenta años después. No obstante, se trata de otro Andrade, el nieto del afamado tipógrafo, que se afana en las mismas labores que catapultaron a su familia. "Desde que tenía 14 años venía a trabajar en la imprenta, esto es duro, te tiene que gustar mucho", declara.

Mientras habla, Andrade no para de moverse en todas direcciones, ajusta la máquina de encuadernación, escudriña los tipos y da lecciones a una alumna. Su actividad es la antítesis de la nueva edición, del diseñador que trabaja frente a un ordenador y apenas tiene que levantarse para recoger los ejemplares. Sabe que el suyo es un esfuerzo mayor, un trabajo extraño, netamente artesanal, pero que conforta en cuanto se otean los resultados. "Cada vez que veo lo que se hace por ahí...", señala.

Para cada obra, el maestro emplea un mínimo de tres semanas, aunque con un ritmo de trabajo casi agotador. Cada texto se compone letra por letra, se fija en la página a fuerza de presión y supone un quebradero de cabeza cuando exige letras superpuestas o abusa de tipos como la `k´. Sin duda, un trabajo artístico que requiere buen gusto y que ha convertido a su estirpe en una referencia del gremio a nivel mundial.

Y eso no sólo a costa de quebraderos de cabeza, sino también de otras partes. Andrade apunta a una de las máquinas antiguas que conserva la imprenta, un sistema casi jacobino que arrebató dos dedos a su abuelo y uno a él. "Hay que tener cuidado, dejar el antebrazo despejado y no utilizar relojes o anillos", indica.

El contacto con Altolaguirre y Prados le viene heredado de su abuelo, sobre todo, de este último, que tuvo una gran amistad con el primer José Andrade Martín. El maestro recuerda que su abuelo mantuvo una relación epistolar con el exilio de Prados, quien le bautizó como "el niño de la flauta" por las habilidades musicales de su juventud. "Era muy buena persona, en mi familia lo querían mucho", sostiene.

Relatar este pasaje en pleno taller resulta bastante paradójico, sobre todo, porque el lugar está gobernado por una enorme fotografía del poeta. Y eso no sólo por su labor al frente del Sur, sino porque se trata de la sala dedicada a su memoria en el Centro Cultural Provincial. Sin duda, el nuevo emplazamiento de la imprenta no podía ser más acertado, aunque diste cientos de metros de su templo original, situado en el número 24 de Tomás Heredia, y especialmente del mar.

Según Andrade, los primeros traqueteos del taller fueron escuchados en lugares próximos al Puerto, lo que explica la portada de Litoral, coronada por un azul inmenso. No obstante, también hubo tiempos difíciles, sobre todo, tras la jubilación de los hermanos Andrade. En su penúltimo destino, situado en el 37 de Alameda Principal, la imprenta vio su incapacidad para competir con las ediciones mecanizadas y estuvo a punto de desaparecer. Afortunadamente, tras la intervención de los impresores, fue recuperada por la Diputación, que quiso respetar su actividad. Y con ello, mantener un fragmento de historia viva, cuna de la Generación del 26, y lugar que ocurre entre máquinas y poemas inolvidables.