Aunque en nuestros jardines luzca el sol, no nos podemos olvidar de los que sufren la furia del infierno. Mi solidaridad con los japoneses que han demostrado, una vez más, que las buenas maneras y la buena educación contribuyen a superar antes los malos momentos.

Verdad, sólo la verdad es lo que pedimos los que estamos en nuestro paraíso particular –y no es que dudemos de los pronósticos nucleares de las autoridades, que también– pero un pueblo civilizado debe, sin tapujos, saber a qué se enfrentará, en un futuro muy próximo, si ocurren estas tragedias.

Por nuestros lares, bien, gracias. He dicho bien y no es toda la verdad, porque mi rodilla derecha se duele, aún, del golpe que me di cuando caminaba por la acera –recién restaurada– el miércoles a las diez de la mañana. No, no llovía, esta vez la lluvia no fue la culpable. El culpable fue el que dejó una hermosa loseta gris un centímetro más alta que sus inmediatas.

Eso sí, descubrí que en mi barrio hay mucha solidaridad, porque muchos vecinos me ayudaron a incorporarme y a descubrir que mi sangre no iba a llegar al río. Me guardo lo que pensé por respeto a mis difuntos padres y lo que dijeron mis vecinos del alcalde y de su Ayuntamiento. No merece la pena tanto desgaste psíquico.

Dentro de una semana se inaugurará el Museo Carmen Thyssen-Bornemisza, o al menos eso dicen. Todos nos alegramos de su apertura, pero lo que he comprobado es que parece que en las inmediaciones del Museo ha habido una revolución –incruenta, por supuesto– porque, todo o casi todo, parece estar manga por hombro. No pongo en duda que, en unos días, todo estará dispuesto para revista y los trámites de apertura y calificación llegarán a tiempo. Ojalá.