Mi amigo va hoy al psicólogo. Me lo suelta con cierta sensación de culpa, para colmo. Mi amigo es una pyme o uno de esos autónomos que definen el músculo real de la economía española. Resignado ante el sistema (ese ciempiés cuya cabeza ya se confunde con la cola), el hombre ha dejado de estrellar su cabeza contra los puños del enemigo creyendo que era una pelea. El asunto es simple. A mi amigo tampoco le paga la administración. A él le deben un poquito de esos 17.000 millones que deben todas las administraciones.

Les explico una de las causas lacerantes de su abatimiento: Hace dos años y medio que insiste en cobrar de un consorcio de la provincia de Málaga facturas por unos 20.000 euros. A este paso puede gastar más que esa cifra en ganas de vivir y en trámites legales.

Verán. Como otras tantas entidades públicas, algunos ayuntamientos pequeños crean un consorcio comarcal. Una vez creada la entidad mancomunada, optan a ser destino de algunos de los fondos nacionales o europeos que fomentan algún tipo de desarrollo regional. Pero también hacen otra cosa, crean una sociedad que ya no es pública sino mercantil para poder facturar los servicios que habrán de realizarse por el consorcio una vez que ha sido favorecido, por ejemplo, por los fondos europeos. Estos fondos deben destinarse específicamente para actuaciones concretas, y según eso serán fiscalizados. No podrán por lo tanto destinarse a otros menesteres, bien sean éstos de servicio público o de mero instrumento de captación política. Esta mercantil que ha creado el consorcio es una SLU, una sociedad limitada unipersonal, ya que el único socio de esa sociedad es el propio consorcio que la ha creado. Todo perfectamente legal.

Bien. Como ya ha llegado la ayuda europea, el consorcio le otorga el contrato de esa actuación financiada a la SLU. Y ésta lo ejecuta contratando su propio personal e invirtiendo en su propia infraestructura, y subcontratando también a proveedores necesarios, como mi amigo. Proveedores que el consorcio habría tenido que contratar directamente si no dispusiera de su propia empresa a tal efecto. Y por qué hace esto…

Porque en el fondo se pretende desviar «legalmente» en qué se utiliza parte de ese dinero facturado para el concepto inicial. Por ejemplo, en tener determinada gente trabajando aunque no hagan falta o para que arreglen también las farolas. A medida que esta práctica se vuelve costumbre, el desfase se va agrandando. Cuando el dinero se acaba quien primero no cobra es mi amigo.

Y con el tiempo le llega el cansancio, algún despido de un empleado y la Justicia. Es cara y lenta desde el primer momento que ha de pagar para reclamar lo que es suyo a un procurador y al letrado, sin ni siquiera haber convencido aún al juez para enfrentarse a una tupida malla creada por las propias administraciones para responder a las demandas.

Me alegro por los psicólogos, al menos...