Así se titula una película firmada por Yoji Yamada estrenada hace diez años. En ella un samurái de bajo rango (y empobrecido por las deudas contraídas por la enfermedad y muerte de su mujer) trabaja como burócrata en el convulso Japón del siglo XIX. Como este empleo que no le da dinero suficiente para mantener a sus dos hijas y a su anciana madre, por las noches se dedica a fabricar jaulas de bambú para insectos (grillos, luciérnagas) y en los días libres trabaja su pequeño huerto o se va a pescar al río. Sus compañeros de oficina se burlan de él por su aspecto desaseado, por sus trajes raídos y porque nunca les acompaña a los establecimientos de geishas. Sin embargo, es un hombre honorable porque tiene un código que respetar (el de las artes marciales que practicó en su juventud, el del confucianismo que le inculcaron desde pequeño) y porque su esfera afectiva está colmada gracias a sus adorables hijas y a una mujer divorciada que reaparece en su vida para convertirse progresivamente en su gran amor. Las rivalidades entre clanes, que se posicionan al lado de uno u otro aspirante a ser emperador del Japón, le fuerzan, casi por azar, a usar sus habilidades marciales en un par de duelos, que él intenta resolver infructuosamente sin que haya derramamiento de sangre (usando una espada de madera de entrenamiento en vez de la real). Cuando vence en esos combates, el samurái del ocaso, que es como se conoce a Seibei Iguchi, pasa a ser alguien respetable e incluso mejora su posición social. Aunque será por poco tiempo porque al cabo de tres años otra guerra más, la de la restauración Meijei, acabará con él en el campo de batalla. El ocaso definitivo del samurai del ocaso tendrá forma de bala, no de filo cortante de arma blanca: una muerte a distancia y sin honor (porque no tiene rostro ni se ciñe a unas reglas centenarias) que se burla de la ritualizada muerte cuerpo a cuerpo de esos viejos samurais cuya extinción él representa.

Salvando las distancias históricas y las circunstancias personales de uno y otro, he recordado esta película después del cuarto intento fallido de Javier Arenas por alcanzar la presidencia de la Junta de Andalucía. Esta vez ha perdido venciendo (Sebei Iguchi hubiera dicho «perdido con honor»), pero también, valga la redundancia, ha perdido perdiendo, es decir, perdiendo, primero, una oportunidad de oro que es previsible que no se le vuelva a presentar al PP de nuestra autonomía en décadas y, segundo, perdiendo definitivamente un sitio de privilegio en la política andaluza. Arenas, que siendo joven todavía lleva envejeciendo más de dos décadas en la cosa pública (y que tiene en la actualidad la misma edad que el samurái de la película), ha llegado a su ocaso con dignidad, con errores (unos debidos no a él sino a los señores de su clan, otros suyos y de bulto como cuando se negó a acudir al debate de Canal Sur), con contundencia y sin vuelta atrás. No tendrá que dedicarse a hacer jaulas de bambú porque se le supone bien situado y porque, dado que entre nosotros no se practica la denominada muerte con deshonor (la orden del suicidarse mediante el sepukku o harakiri dada a los perdedores japoneses de antaño), dentro de poco le buscarán un destino nacional o internacional en pago por los servicios prestados. El ocaso de otro samurái, controvertido o idolatrado según a quién se pregunte, y el final de esta película.