De la ida recuerdo a mi tío Juan cantando a dúo con su tocayo Pardo, del que perfectamente podría llevar la discografía completa en formato casete en la guantera. De la vuelta, no me hables, no me hables, discusiones infantiles y las inundaciones que nos esperaban aquel noviembre de 1989. La mayoría de las neuronas se ejercitaron entre los muros de aquel hotel de Tordesillas en el que el CD Málaga se atrincheró durante casi una semana para jugar Copa y Liga contra el Real Valladolid.

La sensación para el domingo no era la mejor. El equipo perdió días antes en Pucela por 6-1, pero a mis 15 años y aquella cara de pavo lo que le importaba era que compartía hotel con los jugadores. Era mi momento, ya que Juanillo y Javi, mis primos y compañeros de viaje, anteponían sus sensibilidades al Betis de Calderé y al Atleti de Futre, respectivamente. No lo valoraban como yo, que me cruzaba por los pasillos con casi todos los héroes del histórico ascenso de Kubala y la posterior permanencia de Benítez. Casi todos porque echaba de menos a uno. Faltaba aquel siete, responsable de una fiebre que ningún jeque podrá curar jamás, que decidió colgar las botas meses antes tras cumplir su palabra de dejar al Málaga en primera.

La memoria todavía me permite ver el andar cansino de Paquito en chanclas por la recepción del hotel, el bigote rubio de Lauridsen o los rizos de Merino, que no le daba tregua a una máquina de marcianitos. Los autógrafos fluyeron la tarde del sábado en la zona recreativa del hotel durante las horas libres de la plantilla. Sobre todo en el billar y no sin esfuerzos para vencer aquella terrible timidez. La mantuve a raya hasta que el pánico lo inundó todo. Mientras poníamos nombres a los garabatos oímos que el señor Gómez, entonces secretario técnico malaguista, se acababa de sumar al grupo. La colección de autógrafos quedó radicalmente devaluada, incompleta, y el operativo de búsqueda finalizó en la única mesa del comedor ocupada a esas horas de la tarde. A unos quince metros, nuestro objetivo estaba retrepado en una silla y hablando con no sé quién. Bloqueado, entregué toda la iniciativa a mi primo Juanillo, menor que yo.

El minuto maravilla comenzó cuando un desagradable trabajador del hotel nos cortó el paso e inició el protocolo para expulsarnos. Nuestro hombre se incomodó visiblemente e interrumpió en seco la conversación con su tertuliano. «¡Déjalos!». Extendió el brazo, nos ofreció sus autógrafos y lo más valioso, toda su atención. Preguntó de dónde éramos y sus ojos se redondearon cuando mi primo le respondió que venía de Fuengirola. Yo balbuceé como pude que era de Málaga y que habíamos ido a Valladolid para ver el partido. Orgulloso, respondió un «qué cojones tenéis». Y salimos del salón. Hinchados, con las firmas como trofeos y la sensación de tener los testículos más grandes de Castilla y León.

El Málaga ganó al día siguiente en el Nuevo José Zorrilla con un gol de Paquito en un encuentro que vimos en tribuna por gentileza de ese futbolista eterno que reconoció con cuatro entradas los 1.500 kilómetros que mi tío terminaría metiéndose en la espalda.

Cojones los tuyos, Juanito. Nuestros son los recuerdos.