Lólo espero que no fuera nuestro elefantito. No quiero ni pensar en nuestro elefantito dentro de la mira telescópica del rifle de don Juan Carlos o de ese rubio hortera del chaleco sin mangas que llevaba por guía. Me explico. Hay otras formas de patearse el mundo. Existen maneras distintas de conocer África. Hay personas vulgares como yo que después de años de documentales de ñus precipitándose al río para culminar su migración por el Serengeti, y de suspiros de deseo viajero que se estrellan contra la hipoteca, al fin vas y consigues tu propósito de perderte en esa llanura. Y cuando ya has contemplado esa maravilla, y el cráter del Ngorongoro, y has observado las mil formas de una acacia te pones a ahorrar para conquistar el delta del Okavango en Botsuana, la otra meca para los seres flechados por la naturaleza. Yo lo hice en 2009, un periplo de un mes en camión desde Ciudad del Cabo hasta las cataratas Victoria en Zimbabwe, 6.500 kilómetros y cuatro países. Muchos escalones y ni un solo tropezón, aunque acabara con las puntas de las botas cerradas a base de cinta aislante por culpa del calor y el frío.

Nos vinieron a buscar en mokoro, la canoa local con la que circulamos por una ínfima parte del laberinto de 16.000 kilómetros de lagunas, canales e islotes formados por el río Kavango cuando desagua hasta morir en el desierto de Kalahari, dibujando una caprichosa forma de palmera invertida. Con los pies y las manos en el agua y disfrutando de semejante paisaje era fácil escuchar el increíble latido de la vida en el continente donde nuestra especie, incluida la familia Borbón, apareció y empezó a creerse superior al resto. Llegamos a una lengua de terreno con suficiente anchura, plantamos las tiendas y a veinte metros practicamos un agujero en el suelo a modo de váter. Cuando volvimos del paseo de la tarde nos dijeron: «Bueno, pues no podéis usar el váter. Hay elefantes cerca». En grado de miedo que iba de la risa floja al puro pánico preguntamos, «¿y qué hacemos?». «Mear junto a la tienda y dejarlos en paz. Este es su territorio». Les oímos hablar durante la noche y luego vimos sus imponentes figuras recortadas en el horizonte, les seguimos, les sacamos fotos, les admiramos. No concibo cómo alguien puede acabar con esa belleza con un dedo en el gatillo. Debe ser puro aburrimiento. Hay que estar muy asqueado con la propia existencia para encontrar un desahogo en la extinción de un animal tan imponente. Es una distracción decadente.

Nosotros, los viajeros simples, los de los safaris fotográficos y los madrugones para ver la fauna al amanecer disfrutamos de otra manera. Yo he pasado una hora en silencio esperando que un león de melena negra se despertara de la siesta y no despertó, he seguido durante media noche helada la pista de un rinoceronte y tuve mi recompensa cuando me miró, he visto a una jirafa hacer un guiño con sus pestañas como abanicos. En realidad, lo vimos quince personas y lanzamos al unísono un alarido de amor. No hay nada como tu primera cebra, o tu primera gacelita thomson que no levanta un palmo del suelo. En los campamentos situados junto a las charcas, los humanos esperamos en silencio a que los animales se acerquen a calmar la sed cuando cae el sol. Fue allí donde vimos a la gran familia de paquidermos tan tranquila. El elefantito poco más que recién nacido trataba de beber y se tiraba el agua por encima y no atinaba a la boca, y su madre se armaba de paciencia, y él se resbalaba, y se enfadaba y lo intentaba, y al fin logró controlar la trompa. Le observamos hasta que nos caíamos de sueño, nos mirábamos emocionados y nos fuimos a dormir riendo, convencidos de haber disfrutado de un momento único, llenos de pura felicidad. Encandilados por ese enorme bebé.