Ante el riesgo de intervención de la economía española, empiezan a levantarse voces (algunas, de buena fe; otras, interesadas) que plantean algo impensable hace tres años: la posibilidad de que España regrese a la peseta, tras abandonar el corsé de la austeridad impuesto por los países acreedores de la eurozona.

La principal razón argüida es que, con la neopeseta, se lograría una devaluación competitiva de la economía española (que se traduciría en una reducción del déficit comercial, gracias el aumento de las exportaciones, más baratas tras la pérdida de valor de la nueva moneda). Otros, deseosos de que el euro embarranque, creen que España sobreviviría gracias a sus «grandes horizontes en Latinoamérica» (seguro que Repsol y Telefónica piensan lo mismo desde Argentina) y a una «exitosa base industrial exportadora» (?).

Los defensores de la espantada creen que la permanencia en el euro es muy costosa, ante las políticas «enormemente impopulares» adoptadas desde mayo de 2010 (sí, quizá por eso hay ahora más empleados públicos que al principio de la crisis, en 2008; existen 52 aeropuertos, algunos vacíos, frente a 39 en Alemania o se han construido más km de AVE que en Francia o Japón).

Lo que no dicen los defensores de esta opción (quizá porque están endeudados) es que implicaría más inflación y una pérdida de valor de los ahorros, además de que dichas devaluaciones generan una mejora transitoria, si no van acompañadas de un cambio en la estructura productiva (los incentivos para hacerlo, sin presión externa, bajarían considerablemente). Probablemente, volver a la peseta estaría bien visto entre nuestra élite político-financiera, con: regreso al ladrillo y al sol y playa, acompañado de pantojas, Gran Hermano y fútbol. Veremos si Merkel puede con esa inercia secular.