Me llaman de una revista literaria en la que están preparando un número sobre la novela de terror. Quieren saber a qué tengo miedo. Anteayer me llamaron de otra publicación para que les dijera mi plato favorito y la semana pasada para que hiciera una lista con mis cinco cuentos de amor favoritos. A veces, al otro lado hay un encuestador o un tipo de una compañía de telefonía. Yo los atiendo a todos, a unos por obligación profesional y a los otros por timidez. No está bien colgar el teléfono a quien se gana la vida hablando por él. Tiene uno la impresión de que el mundo es el resultado de un conjunto de opiniones fragmentarias unidas entre sí como las piezas de un puzle. El mapa de la realidad está hecho a base de estudios de mercado en un momento en el que, debido a la crisis, la gente gasta poco.

Pero tengo al otro lado del hilo, decíamos, a una chica de voz muy seductora que quiere saber qué me da miedo. ¿Qué me da miedo? No sé qué decir, no se me ocurre nada a botepronto. Se supone, pienso, que debo hablar de un miedo original. No el de que me entierren vivo, que es común a todos los mortales. Tampoco el de ser ajusticiado en la silla eléctrica en algún estado de América donde todavía se usa este método. Sobre todo porque voy poco a América. Cuando tengo invitados y hago paella, sufro mucho antes de recibir la aprobación de los comensales. En realidad no duermo durante la noche anterior, cuyas horas transcurren lentas mientras yo, con los ojos abiertos en dirección al techo, me visualizo en la cocina preparando el arroz. Pero el miedo a la paella de los domingos no es muy literario, ni siquiera muy cinematográfico.

Entonces, de súbito, digo: A la placa bacteriana, tengo miedo a la placa bacteriana. Mi interlocutora parece sorprendida, pero toma nota, o finge hacerlo, y me da las gracias. Aunque he dicho lo de la placa bacteriana por decir, nada más colgar empiezo a explorar con la punta de la lengua la cara interna de mis dientes. Por alguna razón, los anuncios de dentífricos que combaten la placa se parecen mucho a los de los productos que desinfectan el retrete. Eso sí que es muy de Stephen King.

A veces acierto.