Sevilla insiste en seguir levantando la polémica torre diseñada por el argentino César Pelli, que amenaza con dejar a la ciudad de la Giralda fuera del Patrimonio de la Humanidad de la Unesco. Mientras tanto, no lejos de allí, en El Puerto de Santa María (Cádiz) caen, por falta de mantenimiento, piedras de su Iglesia Prioral, declarada bien de interés cultural.

El párroco de este último templo, que sufrió ya grandes daños en el terremoto de Lisboa de 1755, dice haberse pedido reiteradamente a las instituciones que mejoren el estado de conservación del edificio, construido con piedra arenisca, igual por cierto que la catedral de Sevilla.

No parece, sin embargo, que el sacerdote, que se confiesa ya cansado, haya tenido éxito con sus demandas. Como tampoco lo han tenido quienes critican el que se siga adelante con la construcción de la torre Pelli, que, con sus proyectados 178 metros de altura, va a dejar enana a la Giralda. Y no parece que a las autoridades sevillanas les importe mucho la amenaza de la Unesco pues piensan que seguirán llegando los visitantes.

Hiere tamaña insensibilidad en un país que presume de ser una potencia turística gracias, entre otras cosas, a su patrimonio artístico pero que no ha dudado en destruir nuestras costas con las construcciones más horteras que puedan imaginarse.

Mientras en los últimos años se abandonaban los viejos monumentos a su suerte, los ayuntamientos de muchas ciudades agraciadas con un importante legado histórico, parecían competir entre sí a ver quién conseguía al arquitecto de más relumbrón, al último premio Pritzker, para que levantase un edificio espectacular del que hablase todo el mundo.

Ha ocurrido en la capital gallega con la faraónica Ciudad de las Artes, del estadounidense Peter Eisenman; en Valencia, con el Museo de las Ciencias, de nuestro compatriota Santiago Calatrava; en Sevilla, con el edificio Parasol del alemán Jürgen Mayer, y pudo haber sucedido también en Granada, con el Palacio de Congresos del holandés Rem Koolhaas. Toda ciudad parece aspirar a su efecto Guggenheim (por el museo construido en Bilbao por el norteamericano Frank Gehry).

Es una práctica que no se ha cansado de criticar el historiador de la arquitectura británico William J. R. Curtis, quien ha denunciado una y otra vez el papanatismo provinciano de muchos de nuestros políticos, ofuscados por el «star system» y los profesionales de fuera cuando tan buenos arquitectos hay en nuestro país que podrían diseñar edificios más acordes con las tradiciones y el contexto urbano.

Para Curtis, autor de un libro fundamental en torno a la «arquitectura moderna desde 1900» (Phaidon), para modernizar una ciudad es preciso respetar lo antiguo sin copiarlo y convertirlo en caricatura.

Muchos edificios que se construyen hoy en día y que no respetan ni las tradiciones ni el contexto son «mera atracción y no buena arquitectura», explica el experto, que critica los rascacielos, como la torre Pelli, porque consumen mucha luz y mucho calor y se construyen en lugares que no los necesitan por una idea equivocada de la modernidad o del prestigio que pueden proporcionar.