La Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, en una resolución denominada «Víctimas mortales en el Mediterráneo: ¿Quién es el responsable?» y aprobada en marzo de este año, cifraba en más de 1.500 las personas que, durante el 2011, habían fallecido ahogadas en las aguas del Mediterráneo tratando de alcanzar las costas europeas. El origen de esta resolución estaba en unos hechos que acontecieron en marzo de 2011 y que avergonzaron a toda la comunidad internacional. Un barco de refugiados que huyen del conflicto libio, con más de setenta personas a bordo, pasa más de diez días a la deriva, sin alimentos ni agua, ante la mirada impasible de varias unidades militares de la OTAN -una fragata española entre ellas- y de los servicios de rescate marítimo italianos. Cuando, finalmente, llegan de nuevo a las costas libias sólo hay diez supervivientes.

La repulsa de estos hechos por parte de la sociedad europea y la resolución del Consejo de Europa, sin embargo, han servido de bien poco. A principios de septiembre, un barco se hundió frente a las costas turcas dejando un triste balance: sesenta y un personas - incluyendo tres bebes y 28 menores - fallecieron cuando huían de la guerra en Siria. En esas mismas fechas, decenas de personas desaparecieron al hundirse otro barco frente a las costas de Lampedusa.

La situación en nuestras costas no es mucho mejor. La Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía - una de las organizaciones de referencia en este tema - estima que 198 personas fallecieron en 2011 al intentar llegar a las costas españolas. Hace quince días un bote se hundió dejando tras de sí a más de cuarenta personas muertas. El hecho más lamentable fue, sin embargo, que un avión del Frontex - la agencia europea para el control de las fronteras exteriores - avistó la embarcación antes de su naufragio.

Y es que, desde hace décadas, la política mediterránea de la Unión Europea - y, por ende, de los distintos gobiernos españoles - ha pivotado, principalmente, sobre el difuso concepto de la «protección de las fronteras». Bajo esta visión se ha generado en la UE una auténtico complejo industrial, de naturaleza público-privada, que ha hecho de la virtud y de sus fallas justificaciones para el incremento del gasto público. Su lógica de funcionamiento es perversamente sencilla: cada sistema propuesto corrige los defectos del anterior y anticipa las mejoras del futuro. Así, el presupuesto del Frontex se ha visto multiplicado ¡¡por quince!! en los últimos cinco años. España, por su parte, lleva gastados más de 500 millones de euros desde que se comenzó a implementar el Servicio Integrado de Vigilancia Exterior (SIVE) en sus costas y ya se ha encargado su enésima actualización. Empresas multinacionales -entre las que se encuentran algunas españolas- proponen, diseñan, gestionan y mantienen los elementos de un sistema de vigilancia -una buena parte del cual se encuentra en la costa andaluza- sufragado con fondos públicos que hacen que, posiblemente, el Mediterráneo sea uno de los mares más escudriñados del mundo… Y sin embargo, desde principios de los años 90, han muerto en sus aguas más de 18.000 personas.

Pero esta política inhumana no se detiene aquí. La Unión Europea -y España, también- ha centrado buena parte de la política de cooperación con los países de la ribera sur del mediterráneo en que estos actuarán como gendarmes de nuestras fronteras. A través de la dotación de material policial, militar y tecnológico -a través de créditos para su adquisición a empresas europeas- hemos conseguido que países como Marruecos, Argelia, Libia, y otros, colaboren activamente en el control de nuestras fronteras.

Claro que esto, como bien sabe nuestro gobierno, tiene importantes consecuencias. Por un lado, la represión y la violencia con que las fuerzas policiales de estos países tratan a estas personas -y que periódicamente se refleja en los medios de comunicación europeos- es inasumible para una UE que, al menos en el discurso, se quiere mostrar como la gran valedora internacional de los Derechos Humanos. Por otro lado, nuestros «socios privilegiados» han sabido darle la vuelta a la ecuación y utilizan la «gestión migratoria» como un elemento de presión para conseguir ventajas diferenciales. Las únicas que salen perdiendo, siempre, son las personas refugiadas y migrantes, cuyos derechos son sistemáticamente vapuleados por los distintos países. Y es que, en la práctica, parece que el Mediterráneo es un mar sin ley. Buena muestra de ello es como el Gobierno español devolvió a Marruecos, incumpliendo de forma flagrante la legislación de nuestro país, a 73 personas que se encontraban en la Isla de Tierra.

No se trata sólo, como decía Marina del Corral, a la sazón secretaria general de Inmigración y Emigración, de que nos aseguremos de que «los medios son suficientes y estamos volcados con la ayuda humanitaria porque no queremos que la gente fallezca sin más». Se trata, en realidad, de la enorme inmoralidad que supone que un sinfín de personas mueran como consecuencia del empecinamiento en una política errónea. Se trata, en definitiva, de que tanto la Unión Europea como el Gobierno cambien radicalmente de política. 18.000 personas muertas atestiguan la necesidad de este giro.

Alejandro Cortina es Director de Málaga Acoge