Para saber la opinión que tiene Dios sobre el dinero sólo hay que ver a qué tipo de gente se lo da», dijo alguna vez Léon Blum, aquel judío francés inteligente y socarrón. Habría que añadir, si acaso, para acomodarnos a nuestro tiempo y sus costumbres, «qué tipo de gente se lo queda».

Ha saltado el escándalo de Gerardo Díaz Ferrán (el que fuera el patrón de la patronal, el de la bendita frase de «hay que trabajar más y ganar menos», que ya le retrataba), y hemos vuelto a ver de nuevo toda esa irrespirable retahíla de suciedades que parece conllevar el dinero, sobre todo el dinero rápido. Pocas cosas hay más obscenas que la ostentación de la riqueza. Un kilo de oro guardado en un cajón, una colección de coches de alta gama y más de un centenar de trofeos de caza entre los que había leones disecados, leopardos, antílopes, cabezas de búfalo y de elefante, jirafas, tiene un indiscutible tufo a horterada, un pegajoso rastro de zafiedad, que retrata perfectamente a quien los acumula creyendo tener un tesoro. Y también algo tremendamente primitivo, pre evolutivo.

Nunca he entendido estas cosas. Ni comprendo qué placer puede reportar a nadie matar a un animal libre y bello que no te ha hecho nada y que no necesitas comerte, ni qué psicopático sentido del mal gusto te lleva a pensar que exhibir su cadáver disecado tiene algo de decorativo. Sin embargo hay una especie de patrón de conducta, de hilo conductor, de común denominador, que enlaza de alguna manera a gente como Díaz Ferrán o José Luis Roca, a quienes cuando se les viene abajo el chiringuito de los chanchullos siempre se les descubre una nave llena de animales muertos dispuestos para ser exhibidos como símbolos de poder.

Parece ser que cuando se prescinde de los escrúpulos, cuando se aparca a un lado la más elemental ética y se empieza a descapitalizar empresas sin importarle a uno cuánta gente manda a la miseria y al paro, acaba ordenando disecar una pantera y poniéndola luego en el salón para que se refleje en el lacado del magnífico piano de cola que no sabe tocar. Quizás sea uno de los síntomas o, tal vez sólo un efecto secundario, pero a lo mejor la Policía o los inspectores de Hacienda harían bien solicitando a los taxidermistas la lista de sus clientes, siquiera sea por tener un primer indicio, o comenzar a hacer redadas en los safaris y las monterías, allí donde, hoy como ayer (véase «La escopeta nacional», del gran Luis García Berlanga), se siguen fraguando los mejores negocios y las más grandes golfadas.