Ha muerto Giuseppe Bertolucci. En realidad, lo hizo el pasado 16 de junio, pero inexplicablemente no supe nada al respecto hasta hace tan sólo unas horas y, además, a través de uno de esos paseos de flaneur del ciberespacio a los que últimamente me someto con una regularidad tan soberana como la que marca el paso hacia las abluciones matutinas. La muerte de un ser lejano y famoso tiene un componente vagamente siniestro, aunque quizá mucho más el hecho de no enterarse y, para colmo, no disponer de ningún dato remoto que te permita aclarar qué diablos hiciste ese día y en qué infiernos, sobre todo, anduviste metido.

Esa inconsciencia pantanosa, a todas luces fatal para un periodista, recuerda a ese reino de los nueve años en los que la tarde se agotaba medio leyendo a Salgari o a Stevenson y jugando con las pinzas de la ropa, sin ningún tipo de vistazo al exterior, ni siquiera en forma de visita. Teóricamente resulta inadmisible, pero ocurre con frecuencia que mientras hundimos la nariz en nuestros propios asuntos no dejan de suceder cosas por todas partes, lo que lleva a una confusión tan mayúscula que retroactivamente uno no acierta a saber muy bien, en este caso, si lo que ha olvidado es al bueno de Giuseppe Bertolucci o el conjunto del 16 de junio, con su trozo de muerte incluida.

El apaño del hombre con el tiempo no tiene nada de festivo: los días parecen derramarse en un vacío cotidiano que los despluma desvergonzadamente en su tránsito hacia el futuro; de muchas de las semanas de nuestras vidas, especialmente las de mayor regusto siamés, únicamente queda una brizna, un gazapo, un olor trastabillado y, para más señas, dispuesto a extinguirse. Eso y las páginas amarillas de los periódicos, sobre todo, en temas como la muerte. Desde que el mundo se arrojó a las ciudades y se complicaron las fórmulas de estilo, ya no existe más heraldo de Tánatos que la prensa; nadie, por mucho que te quiera, te envía mensajes de texto para avisarte del fallecimiento de un director de cine, ni siquiera con la coda del abrazo y el emoticón insufrible de la coma y los dos puntos.

Por un lado, por tanto, está el olvido, y por otro, la simultaneidad sombría entre el ciclo del cosmos y el que regula nuestros ataques de melancolía. Cuando murió Tarkovski, por seguir con el cine, el universo seguía expandiéndose y yo no me enteré nuevamente de nada de ninguno de estos dos acontecimientos, probablemente ocupado en rezar en pijama para que Futre le rompiera la cintura de una vez por todas a Paco Buyo. Leo que el 22 de diciembre-lotería-coincide con la fecha de la muerte de Samuel Beckett; seguramente en el mismo minuto en el que el escritor irlandés se preparaba para su última partida alguien estaba brindando con espumoso en Cataluña. Huidas, nacimientos, insignificancias superpuestas. Al final todo se olvida y es espeluznante. Las muertes de los desahuciados flotarán como mariposas negras sobre la conciencia de este tiempo, más allá de Rajoy, de Rubalcaba, de la propia economía.