Los ingleses tienen un viejo dicho: in Rome, like romans; lo que viene a decir que cuando estés en Roma te comportes como los romanos. Dicho en roman paladino: a donde fueres, haz lo que vieres. Curiosamente, en su eterna contradicción los sajones nunca aplican la conseja, pues generalmente intentan no mezclarse con los nativos, e incluso pretenden imponer sus costumbres e idioma allá por donde van. Viene esto a cuento por la siguiente historia: recientemente mi despacho ha organizado un congreso al que han acudido abogados de quince países. Evidentemente, cuando se propuso hace un año la candidatura de Málaga, no hubo ninguna otra oferta. Nadie más se atrevió a rivalizar con nosotros. Lógico. Solo con pensar en el clima ya contábamos con el valor supremo, aun cuando este año ese crédito haya sido tan inestable. Así pues, aclamada nuestra propuesta y preparada la infraestructura, nos dispusimos a recibir a nuestros invitados.

Fue en ese momento cuando decidí transmutarme -simbólicamente, claro- en uno de los colegas de allende los Pirineos, para poder ver nuestra ciudad y provincia con sus ojos, con la curiosa novedad y expectación con la que se aterriza en una ciudad extraña y deseada. When in Rome do as the romans. Curiosa experiencia. Me comentaban mis colegas -y en eso coincidía con ellos- lo sorprendente que resulta una ciudad como Málaga, que ya es tan turística como sus municipios aledaños, pero que cuenta con tan pocos establecimientos hoteleros a pie de playa, algunos de los cuales no están ni bien comunicados con el centro. ¡Si les dijera, pensé, que cuando parece que se proyecta otro más, hay quien pone el grito en el cielo!

Sorpresa me manifestaron de que Málaga fuera una ciudad tan verde, y muy limpia a la vez. Pronto recordé que esa afirmación es pura fachada, válida solo para el centro histórico de la ciudad, pero no para muchos barrios aledaños. También me mostraron su extrañeza de que, por no tener mingitorios en la vía pública, hubiera que acudir a los de bares u otros establecimientos públicos que, para más inri, están dejados de la mano de dios; sin que una persona los mantenga aseados a cambio de una propina, como es frecuente en sus países. Son miles los cruceristas con los que coincidí deambulando por esas calles céntricas, con cara de no saber cómo resolver tan apremiante y fisiológico menester.

Admiración despertó en los abogados extranjeros la visita a la impresionante ciudad de la Justicia, el mayor edificio de Andalucía, transitado por 1.000 funcionarios y 3.000 visitantes todos los días.

Por el contrario, resulta satisfactorio poder sentarse en una terraza alegre y bulliciosa y tomarse unas cuantas tapas, haciendo prevalecer un cómodo apoltronamiento frente a nuestra costumbre de peregrinar de bar en bar para comparar cocinas y, de paso, distribuir entre todos unos pocos euros. Que se enriquezca quien salga ganador en tan noble competencia.

Sí que fue difícil hacerles comprender que hubo una época, no muy lejana por cierto, en la que el urbanismo marbellí se medía con criterios de horizontalidad. E incomprensible de todo punto para ellos que, pese al calamitoso resultado, aún se propugnen actualmente planes en los que se antepongan un puñado de petrodólares que no llegan, a la conturbación del paisaje costero. Aunque pude darles el adecuado contrapeso con tan solo pasearlos por los muelles del más famoso puerto deportivo de Marbella, con su redivivo atractivo, atestados de envidiados glamour y golferío, que obligan a elegir entre mirar tanto los yates más lujosos como los automóviles de mayor cilindrada; o a famosos de los que se dejan intencionadamente ver para mantener su caché en la prensa «del corazón». Corazones solo llenos de escándalos, y previo pago de su importe. Contraste rotundo con el que ofrece la siempre romántica ciudad de Ronda, que conserva y preserva denodadamente el señorío de una maestranza de caballería propia de los hidalgos a fuero.

Curiosamente, subsiste con una cotización alta el denostado privilegio de poder tomar el sol en la playa, cuando en otros países mediterráneos e incluso en el norte del nuestro, llueve a manta. Unas playas ciertamente cuidadas en su mayoría, al menos en el inicio de la temporada.

Y ¡quién lo diría! se siguen apreciando el flamenco y los toros. Darles la oportunidad de asistir a una capea, les hizo comprender a los congresistas (incluso a los discretos españoles anti taurinos, que de todo hubo) que la vida de un toro no son solo sus combativos últimos quince minutos en la plaza, como me recordó mi buen amigo el ganadero Luis Rivera. El toro vive sus cuatro años precedentes en plácido régimen de ganadería extensiva, gracias a lo cual se preserva el sistema ecológico en las grandes extensiones de campo necesarias para mantenerlos en libertad, aunque a prudente distancia. Quizá tendríamos que repensar nuestra identidad y analizar por qué atraemos tanto al foráneo. Para actuar luego en consecuencia, claro.

José María Davó Fernández es expresidente del consejo de la Abogacía Europea