En la fachada del colegio ha habido, durante todo el año, un gran cartel con letras de colores que rezaba «Que no nos recorten las sonrisas». Uno lo miraba, pensando en el colectivo del sector educativo, cada vez más acorralado y jibarizado y ninguneado por políticos sin sensibilidad ni visión de futuro, y pensaba que eso no se puede recortar porque, al menos por ahora, la sonrisa (la de los profesionales, los niños, los padres) no cabe en una ley orgánica ni alcanza, en este caso por desgracia, a los miembros del consejo de ministros. No se pueden recortar las sonrisas pero sí condicionar porque a todos se nos queda el cuerpo medio roto cada vez que le dan un hachazo a los sueldos de quienes dependen nuestros hijos (aumentándole horas de trabajo y responsabilidades), cada vez que reducen las becas, cada vez que no se cubren muchas plazas de interinos o que no se convocan oposiciones, cada vez que desprestigian desde los poderes del Estado la enseñanza pública para que sea mejor negocio la enseñanza privada.

Y a pesar de todo las sonrisas han brillado con luz propia durante todo el curso escolar: el buen rollo de poner en práctica un ambicioso proyecto educativo con pocos recursos, la alegría de aprender y de compartir, la entrega y la buena salud pedagógica, la disponibilidad y la imaginación. Sonrisas de colores, sonrisas de cartulina y gran corazón, sonrisas en la fachada del colegio que son una clara declaración de intenciones, sonrisas contagiosas. Sonrisas que elevan el ánimo de tantos y tantos que van perdiendo, a la vez que pierden el trabajo, derechos que parecían históricamente consolidados y la esperanza de poder reconstruir sus maltrechas existencias, las ganas de sonreír, las ganas de creer en el valor político de la sonrisa.

Se acaba el curso y no sé qué va a pasar con ese cartel de letras desvaídas que han resistido la lluvia y el sol, el viento y la noche, las inclemencias metereológicas y las del alma. Ha sido la voz alzada de la escuela contra las tijeras que hoy sobrevuelan nuestras cabezas como siniestras bandadas de buitres carroñeros. Tijeras que hacen chas-chas, tijeras que abren y cierran sus bocas hambrientas, tijeras codiciosas que se lanzan en picado sobre todo aquel que, sonría o no sonría, parezca débil o enfermo o solitario. Sonrisas, por tanto, contra las tijeras y quienes las enarbolan con delectación salvaje e inhumana, con lecturas falsas de la realidad, con amenazas sin mala conciencia puesto que, nos aseguran, lo que hacen viene dictado por instancias superiores.

Esa sonrisa a la que ha estado invitando el cartel de la fachada de entrada del colegio («Que no nos recorten las sonrisas») ha sido la mejor lección dada en ese y en muchos otros centros que han hecho lo mismo. Una lección de resistencia en marcha, de resistencia positiva y en positivo. Hay que seguir protestando, haciendo huelgas, asistiendo a manifestaciones, votando, insistir usando todas las vías disponibles, no rendirse. Nuestros hijos en este caso concreto y la sociedad en general dependen de que lo hagamos y de que lo hagamos bien. Pero tampoco hay que olvidarse de ese valor político de la sonrisa a la que me refería antes, un valor que debería teñir con sus colores vivos el resto de los valores que ayudan a hacer felices, en sentido amplio, a los miembros de una sociedad. No es fácil en los tiempos que corren, pero es justo y es cada vez más necesario.