Las circunstancias no son propicias para que mantengamos nuestro optimismo habitual. Cierto que de nada nos vale asustarnos o encerrarnos en casa, porque el paro seguirá ejerciendo de Hermana Ruperta, aquella que nos amargaba nuestros inocentes juegos comunicándonos que, si no rezábamos veinte credos seguidos, iríamos de cabeza al caldero de Pedro Botero, y nosotras decíamos entre dientes: «Usted sí que se va a freír por mala sombra», pero nos quitaba el sueño. Por eso, cada vez que veo en la tele la sonrisa del ministro Montoro, recojo mi monedero por si las moscas. Como dice mi amiga Vito: «Parece que disfruta al darnos malas noticias». Yo la reconforto con un «No, mujer, él es así, no es de más carnes», aunque en el fondo también siento escalofríos con sólo verlo mirar al centro de la pantalla sonriendo como si acabara de tocarle la primitiva. ¡Señor, Señor, que cruz!

Hace unos días, mientras paseaba por el paseo marítimo, dos extranjeras jovencitas me preguntaron dónde podían encontrar las obras completas de Antonio Machado y para no liarlas les dibujé en un papelito el camino a seguir. Y, como una ya es anciana y curiosísima, le pregunté si le gustaba la poesía española y me contestó: «Sí señora, sobre todo la de Antonio Machado. En mi colegio se estudia desde los primeros cursos, es que no ha existido un poeta mejor en Europa». Después, me informó de que daban las clases de literatura española dentro del programa de lengua castellana y que ahora estaba recorriendo Andalucía para «empaparse del embrujo del sevillano».

Me sentí fatal. No es que aquí deje de estudiarse literatura en la educación básica, no es eso, pero preguntémosle a un puñado de estudiantes de doce a quince años por una obra de Machado o de Juan Ramón Jiménez y comprenderán mi desasosiego. Hasta más ver.