Hay un mendigo a la puerta de cada sucursal bancaria y la expectativa no es que haya menos mendigos sino menos sucursales. Es otra consecuencia de la crisis y de la recogida de sus beneficios. Menos bancos, menos sucursales, menos bancarios. La elección del lugar es muy correcta. Los mendigos se colocaban a la puerta de la iglesia porque allí la caridad, virtud teologal, era un valor. No hacía falta que alguien tuviera mucho dinero, bastaba que quisiera ser virtuoso con una limosna. En un banco el valor es el dinero y la virtud sería ganarlo siempre sin perderlo nunca pero como cayeron en el vicio del juego y el pecado de la codicia ahora ni siquiera lo prestan. El mendigo sabe que el dinero sólo sale para ir al furgón blindado pero también que entra en el bolsillo de clientes que sólo puede acudir a dejarlo.

La puerta del banco es un sitio objetivamente bueno. Donde ahora está el mendigo pidiendo dinero, hace nada estaba un anuncio del banco ofreciéndolo. De la relación causa-efecto entre el banco y el mendigo se podría hablar, aún a riesgo de que acusaran a este texto de demagógico. La crisis empezó por los bancos, que cada vez son menos, y está acabando por los mendigos, que cada vez son más. El pedigüeño, como último eslabón de la pobreza, debería ser disuasorio, recordatorio pero... como somos tan raros...

El mendigo bancario de una sucursal de mi barrio a veces deja su puesto y lo que tiene: un par de cajas de cartón, la que usa de cojín y la petitoria, con unas monedas, para dar la posibilidad del autoservicio de limosna. Abandona unas monedas a la puerta de un banco a pesar de que allí dentro pueden haberse vendido preferentes a pensionistas y contratado hipotecas con analfabetos. Deja casi todo lo que tiene al alcance de cualquiera y el banco tiene lo poco que guarda en la sucursal bajo estricta vigilancia humana y electrónica. La base de la mendicidad es la confianza.