Tenía pensado revolcarme en el planteamiento que me hago cada vez que Francisco de la Torre se presenta a unas elecciones municipales de la democracia constitucional. Su pasado franquista y su trayectoria me incita a hacerlo como mínimo cada cuatro años desde el pasado siglo XX, pero esta vez lo dejaré para otra inminente ocasión ante el hecho de haberlo visto por primera vez en quince años sin la careta de alcalde. Fue el pasado miércoles, cuando mi compañero Gregorio Torres me mostró en la habitación de los fotógrafos la imagen que ayer reventó las redes sociales. Todavía no había descargado la instantánea de la cámara, aunque sus ojos y la pantalla de la réflex delataban el inconfundible brillo del depredador informativo que sabe que ha cazado un buen cacho para la eternidad. El alcalde, que preside un corrillo de cuatro personas que escudriñan con mucho interés unos papeles, se encuentra a unos metros de un hombre que busca con no menos avidez entre los restos de un contenedor de basura que luce el logo del Ayuntamiento de Málaga. Junto a él, su motoreta roja porta lo que parece un microondas que con algo de suerte venderá como chatarra.

Las dos realidades, perpendiculares en este caso, están separadas por muchas clases sociales y por la esquina que forman las calles Zorrilla y San Juan de Letrán, en el mismo corazón del centro de Málaga, con el Teatro Cervantes como testigo de excepción y a media manzana de la Casa Natal de Picasso. El lugar, por supuesto, debería ser lo de menos si no fuera porque se encuentra en la influencia del santuario cultural y de riqueza en el que De la Torre dice una y otra vez que se ha convertido la capital malagueña.

Quizás sea verdad eso de que cuanto más museos tengamos, más cultos somos y menos problemas tenemos. O que la culpa de esa fotografía sea de Sevilla y de la Junta de Andalucía. Pero la imagen, captada en plena campaña electoral, sólo muestra la brecha cada vez más grande que existe entre dos mundos tan diferentes como indiferentes. Porque, según Gregorio, ni unos ni otro se dieron cuenta de que estaban allí.