En un largo artículo publicado por El País y otros medios internacionales, el antiguo ministro de Exteriores alemán, Joschka Fischer, advierte de que la Europa periférica puede destruir el proyecto común de la UE. Una periferia que no es sólo la Europa empobrecida, sino sobre todo la que se encuentra desencajada del núcleo germano, incluida Gran Bretaña. Así tenemos la amenaza de suspensión de pagos en Grecia, con la consiguiente expulsión de la zona euro (Grexit); la incertidumbre electoral en España; el retorno de la tentación nacionalista -Cataluña, Escocia-; la parálisis económica; y, en última instancia, la irresponsabilidad de David Cameron al convocar un referéndum oportunista sobre la permanencia del Reino Unido en la UE (Brexit). Demasiados frentes para un contexto internacional ya sobrecargado con el fracaso de las primaveras árabes, los masivos flujos migratorios de sur a norte, el terrorismo de IS, las tensiones territoriales en Asia -unidas al posible estancamiento económico en China-, la presión rusa sobre Ucrania -que es como decir sobre la frontera de Europa- y así un largo etcétera. Esta misma semana, en una entrevista concedida a Pablo Iglesias, el filósofo posmarxista Toni Negri afirmaba que nunca como ahora la debilidad del capitalismo había sido tan manifiesta. ¿Por qué si no -inquiría el viejo pensador italiano- se da este pánico en Bruselas a las victorias de movimientos como el de Syriza en Grecia o el ascenso de Podemos en España? La fragmentación social y una retórica de la confrontación dan alas a la inestabilidad, lo cual a su vez favorece la contingencia de un cambio imprevisible.

Por supuesto que este relato vende: entre otras razones, porque las predicciones apocalípticas a menudo se cumplen. En una carta fechada en febrero de 1933, el escritor Joseph Roth le escribía a su amigo Stefan Zweig: «Sabrá usted que nos aproximamos a grandes catástrofes [€]. Los bárbaros han conseguido gobernar». Roth hablaba de»una filial del infierno en la tierra», mientras añoraba la figura del Emperador y el viejo orden de una Europa no definida por los populismos totalitarios. Pero, incluso si pensamos en aquellas décadas infernales, se comprueba que fueron precisamente los países que se mantuvieron fieles a las instituciones parlamentarias y liberales -Holanda y Bélgica, Inglaterra y los Estados Unidos, las monarquías escandinavas- los que lograron detener el avance político del fascismo (y del comunismo). La amenaza de los populismos subyace siempre en las democracias y su antídoto más eficaz pasa por mantener los valores imperfectos del parlamentarismo. Ninguno de los peligros que apunta Fischer resulta inevitable: en España caben pactos de Estado y reformas constitucionales que faciliten el encaje territorial y la mejora de las instituciones; el PIB de Grecia apenas supera el de la ciudad de Madrid, por lo que, en el peor de los casos, su estallido sería controlable -aunque no llegaremos a ese extremo-. Marcharse de la UE condenaría a los británicos a la irrelevancia, además de ir en contra de los intereses financieros de la City londinense, sustento de la economía inglesa (y, con sus votos, del partido conservador de Cameron). Dudo mucho que tomen una decisión tan arriesgada a cambio de tan poco. La socialdemocracia de los países del norte nos muestra soluciones factibles para las debilidades del capitalismo: una mayor libertad empresarial y laboral junto a una generosa protección social; mejores instituciones, mayor capacitación laboral y profesional; erradicación de la pobreza, transparencia, control y austeridad. La narrativa del desastre puede movilizar el voto o vender utopías, pero no trae consigo el progreso. Más bien todo lo contrario. Y en eso sí que la Historia resulta inmisericorde.