En la crisis griega se distinguen tres elementos principales: la quiebra económica, las urgencias políticas y la desconfianza que se ha instalado entre los actores. Los tres factores se entrelazan entre sí, aunque se pueden aislar uno por uno. La causa económica nos habla de un país que carece de recorrido en la zona euro, al menos a corto y medio plazo. El endeudamiento es masivo y las instituciones helenas, ineficientes. La estructura industrial y financiera de Grecia no tiene el músculo suficiente, tal vez por su situación periférica en el contexto de la Unión. Las fugas continuas de capital, el fracaso de los rescates, la incapacidad de los políticos nos recuerdan que incluso los países desarrollados pueden implosionar cuando repetidamente se toman decisiones equivocadas. De hecho, Syriza sólo ha acelerado un proceso de decadencia que ya estaba en marcha. El pecado original es anterior a este gobierno.

La confianza, por su parte, exige algún tipo de credibilidad previa. No se negocia sobre la mentira, porque ésta al final termina por contaminar los acuerdos. Si la sucesión de préstamos conduce al impago de la deuda, cabe preguntarse cuál será el estímulo de los acreedores para continuar con la barra libre. La respuesta quizás la encontremos en lo que pomposamente se conoce como geopolítica: los intereses superiores de los Estados y la pérfida aunque no siempre geografía del poder. En primer lugar, estaría la solidaridad europea en el seno de una Unión que se antoja indivisible. ¿Tiene límites esta solidaridad? ¿Cuáles son? ¿Quién los define? Hay que pensar en un proceso de ida y vuelta: la solidaridad requiere compromiso mutuo y también algún modo de soberanía compartida.

En segundo lugar, el papel de Grecia (y también el de Turquía) como factor crucial para la estabilidad del Mediterráneo oriental. Y en tercer lugar, la presión creciente del nacionalismo ruso sobre el este de Europa. Con el conflicto ucraniano de fondo, Moscú desea cobrarse la pieza griega: inestabilidad en la UE y malestar en EEUU que, desde el final de la II Guerra Mundial, cuenta con Grecia como uno de sus aliados históricos. Washington sigue con preocupación los acontecimientos. Washington no permitirá un estallido final en el país heleno.

Aunque a largo plazo, la cuestión esencial para Europa seguramente sea Alemania. Roto el eje con Francia y acuciada por las insuficiencias económicas de la periferia, Alemania se encuentra sola en el tablero. Sabe que su peso central le llama a capitanear el proyecto de la Unión, pero lo hace con reticencia. Se siente incómoda, quizá por factores históricos, quizá porque a nivel interno menudean los intereses contrapuestos. La opinión pública le reclama mano dura con los deudores del sur. El potente sector manufacturero le exige mantener a raya la inflación, lo cual, a su vez, supone no subir los salarios ni incrementar la demanda interna.

Para el sector financiero, en cambio, lo prioritario consiste en evitar un impago soberano que ponga en peligro su posición. Más al Este, Rusia presiona de forma directa la zona de influencia germana. Las naciones del sur necesitan tiempo, seguramente una mutualización de la deuda pública y, tal vez, algún tipo de quita en casos puntuales. La inflación resulta perjudicial para los acreedores pero oxigenaría las cuentas de los deudores. París anhela que Berlín diseñe unos presupuestos expansivos que reequilibren las balanzas internas de la UE.

En esa fricción entre los intereses nacionales de Alemania, a corto plazo, y las poderosas dinámicas europeas, a largo, se sitúa el auténtico quid de la cuestión. Luuk van Middelaar, en su ensayo El paso hacia Europa, nos recuerda que los principales avances en la integración comunitaria coinciden con los periodos de crisis. «Sólo se suicidan los suicidas», recalcaba hace unos días el gestor de bolsa José Ramón Iturriaga. Ningún pueblo quiere suicidarse. Los griegos desde luego que no. Los alemanes tampoco. Los primeros aceptarán las condiciones marcadas por Bruselas. Los segundos asumirán su liderazgo.