Suenan los compases lentos del sirtaki de Theodorakis, interpretado por guitarras eléctricas de metal pesado. Una máquina de afeitar desprende crines de una cabeza. Yanis Varoufakis sonríe con la comisura izquierda al otro lado del espejo. El economista grecoaustraliano de la globalización es chulo, calvo y griego como Kojak, el teniente grecoestadounindense de los telefilmes. Ase una cartera de piel junto a la puerta. Plano desde la Acrópolis hasta un chalé a su falda donde, vestido con una cazadora negra de cuero, Varoufakis enciende su Yamaha 1.300. Tras el rugido silba un whatsapp. El motorista lleva la mano al interior de la cazadora, saca un teléfono inteligente, la cámara se acerca al mensaje: «­Te necesitamos, Varoufakis». Sobreimpreso: «Producido, escrito, dirigido e interpretado por Yanis Varoufakis».

Primer plano del economista, que mira de soslayo a cámara. Cae la visera del casco y va reflejando en un trávelin la Atenas de miseria, colas de corralito, terrazas de bar del paro. El sirtaki está en máxima aceleración y distorsión heavy. Silencio. Televisor de pantalla plana, sobre un mueble art-deco. El aire acondicionado mueve las cortinas de la suite del Sofitel de Lafayette Square en Washington. Christine Lagarde está sentada en la cama con un albornoz mullido que refulge blanco sobre su piel morena. La exnadadora del equipo nacional francés de sincronizada, abogada, exministra investigada por favorecer a un plutócrata con dinero público, alta, ancha y adornada por un penacho cano confirma en su iPhone la cita con el peluquero, una hora antes de la reunión que impondrá hambre absoluta a varios millones de personas. Vuelve la vista hacia el televisor y hay hielo de odio en la mirada de Christine Lagarde pero un ascua profunda lo derrite. Se deja caer sobre las almohadas. Sus dedos se vuelven un banco de peces lúbricos.