El maestro Indro Montanelli quiso titular como Storia dei Greci -historia de los griegos - su historia de la Grecia clásica, una de sus obras capitales. No en vano el hundimiento final de la antigua Grecia hace casi dos mil años se debió a su incapacidad de convertirse en nación. Aquel pueblo prodigioso nunca pudo remontar los horizontes de la ciudad-estado. En el epílogo nos recuerda Montanelli que según Maine todos nosotros somos aún colonia de Grecia, porque todo lo que en la vida de la humanidad evoluciona es de origen griego.

Desde muy antiguas lecturas, a las que acompañaron más recientes viajes, tengo un interés especial -yo diría que fascinación- por los últimos tiempos del Imperio Otomano y los avatares de Grecia, su antigua satrapía helénica. Con cierta frecuencia no he podido resistir la tentación de publicar modestos textos sobre ese capítulo de la historia de los griegos. Las páginas de la siempre amable Opinión de Málaga han sido testigos. En ellas he contado que los súbditos griegos de la Sublime Puerta llamaban «Klephts» -ladrones, bandidos- a los compatriotas que se dedicaban al bandidaje. Al final muchos de ellos lucharían con un inmenso valor contra los ocupantes turcos y sus aliados. Los «Armatoloi», otra creación griega, tuvieron desde los tiempos de Bizancio obligaciones paramilitares como guardianes del orden público. Al final los turcos los utilizaron como una especie de gendarmería local en sus posesiones helénicas. En las últimas etapas de la soberanía otomana en Grecia las líneas que dividían las actividades de los «Klephts» y los «Armatoloi» (los bandidos y los gendarmes) se fueron difuminando. Los bandidos se convertían temporalmente en gendarmes y al revés. Y ya en la Guerra de la Independencia de los Griegos (1821-1832) esa antigua línea divisoria entre unos y otros se borró completamente.

Recuerdo lo que queda de los espléndidos bosques de Chalkydyke, cerca de Tesalónica. Más de una vez fueron incendiados por las autoridades turcas para evitar que los «Klephts», los bandidos rebeldes, buscaran refugio en sus espesuras. El artista sueco Otto Magnus von Stackelberg pasó algún tiempo no muy lejos de allí, como prisionero de una banda de malhechores. Se entretuvo en copiar canciones como éstas, en las que se describían a sí mismos: «Eran cuarenta los bandidos del monte Olimpo, las chaquetas se les caían a pedazos, negras de sangre seca. La luna y la noche eran su compañía...». También son elocuentes las anotaciones en el diario de aquel valeroso viajero inglés, que se había adentrado en aquellos territorios fronterizos del occidente del Imperio Otomano. «Los horrores y la miseria que se encuentran en estos países tan extraños me harán amar apasionadamente a mi país, cuando regrese a él». Eso no fue obstáculo para que el estudio del griego clásico y la cultura que éste tutelaba se convirtiera en uno de los pilares de la formación universitaria de los futuros gestores del Imperio Británico. Conservo como un tesoro un maravilloso pequeño volumen que así lo prueba. En él podemos leer el texto completo de la Ilíada, escrito en griego homérico. Se publicó por Parker y Socios en Oxford en 1899. Un ejemplar, con su encuadernación rutilante, fue el premio de fin de carrera otorgado a un brillante joven universitario británico en julio de 1906. Hace algo más de un siglo. Se llamaba Harry Frederick Comfort Crookshank. Así consta en su ex libris, otra pequeña joya que entusiasmaría al bibliófilo más exigente.